SOBRE UNA CASA DEL TIEMPO, IMPURO TIEMPO
En una noche verdaderamente oscura del alma
siempre son las tres de la mañana, día tras día.
Francis Scott Fitzgerald
Un libro que me encontró a mí, más que yo a él, en el viaje a San Cristóbal (hace dos meses, en octubre 2022), es el poemario La casa de arena, de la poeta Marisol Pérez Melgarejo (1961), a quien conozco desde hace mínimo treinta años y en el contexto siempre de la literatura. Está publicado por Zócalo Editores (2022). Marisol es licenciada en Ciencias Sociales por la Universidad Católica del Táchira, especialista en Promoción de la Lectura y Escritura en la Universidad de Los Andes. Ha publicado, sobre todo, cuentos para niños.
Esta casa de la poeta me sorprendió al leer algunos textos, pues el tono me impuso un ritmo muy particular, denso, diferente. Ritmo lento vinculado a la pandemia y a la vida, y es esto lo que me invita a leerlo, lo que despierta mi curiosidad sobre lo que ahí pasa, o para decirlo así también como pregunta: ¿será para que vea cómo me pasa lo que allí pesa? No lo sé, esta casa del tiempo me convoca, eso es lo que sé, con su aire sureño (por El libro de arena) y un poema del libro que está en la contratapa como señal indicadora para quien quiera leerlo:
“Fui de terraplén en terraplén
de isla en isla
de caserío en caserío
buscando salida
solo encontré
una pared de silencio
estaba condenada a morir
en la casa de arena”.
Parece que esta fuera una muy lograda transcripción poética de un sueño, donde intentando salir de una circunstancia opresiva y de un periplo largo, lo que encuentra quien escribe lo que sueña es una sentencia extrema que al parecer se va a ejecutar en “una pared de silencio” de una casa de arena. Entonces, como que es una casa no del tiempo, sino de la muerte, o una casa del tiempo de la muerte en el límite insuperable de un silencio pétreo, duro y una materialidad en disolución.
Leemos al abrir la primera página:
“La nada
la cotidianidad
y el tiempo
me doblegaron
me dejaron
prisionera en la casa de arena”.
Exacto, primero la hicieron presa ciertos elementos de afuera que la arrinconaron y sometieron. La nada en primer lugar. Y la nada también es Adán, ¿verdad? ¿Y qué tiene que ver Eva con esto? Sabemos, por los momentos, que está presa de sí misma y en un sitio muy particular. Y esto por una trilogía de elementos como “la nada” (¿la vacuidad, la decepción, el hastío?), la cotidianidad (¿la vida en la historia convertida en desilusión?), y el tiempo (¿el cronológico, el interior, el políticosocial?), que contribuyen todos a la pérdida del ímpetu, de las ganas, de la voluntad, del deseo. Un desánimo que divide en dos los períodos de su vida y que responden a una batalla de ella consigo misma:
“Fui altiva, fuerte
peleé con los bancos de arena
con el inclemente sol
con el agua salada
que me carcomían los ojos
pero poco a poco
el tiempo me hizo callar”.
Por un lado, hubo un tiempo en el que quien escribe tuvo una actitud no solo muy activa sino desafiante. Una expresión sale de lo común para referir ese conjunto de instancias en contra, y a las que solía hacerles frente: “me carcomían los ojos”. Leo en el Diccionario de la lengua española, “carcoma”: “1. f. Insecto coleóptero del que existen diversas especies, muy pequeño y de color oscuro, cuyas larvas roen y taladran la madera produciendo a veces un ruido perceptible. 2. f. Polvo que produce la carcoma después de digerir la madera que ha roído. 3. f. Preocupación grave y continua que mortifica y consume a quien la tiene. 4. f. Persona o cosa que poco a poco va gastando y consumiendo la hacienda”.
Luego de la batalla con lo que no deja de hacer daño, la primera persona del poemario es derrotada y al poco pierde el habla (“el tiempo me hizo callar”). Tiempo de enmudecer, de no poder hablar, de no poder decir, porque algo (en este caso el tiempo, pero también están la nada y la cotidianidad, como dijo) le impone la dura ley de la mudez. Es bueno recordar a Hernando Track y su Tiempo de callar, no tanto por una acción de la voluntad, sino por la imposición del silencio en el habla. Tal vez la autora conoce bien este libro publicado en 1967 por el Inciba y del que hoy poco se habla (Hernando, como Marisol, fue profesor de la Universidad de Los Andes). Cito unas palabras suyas que funcionan como epígrafe de un trabajo de la narradora María Luisa Lázzaro sobre este autor (La narrativa de Hernando Track): “Mi secretario, este sollozo amapolario, si grito no es por vestirme de noticias; si me entristezco no es por mi tonada; si me caigo no es por sentirme en la caída; si me despido no es de mí; si me derrumbo no soy yo el barranco; si me parezco a lo que soy no es por mi sien ni mi nariz, sino por ellos”.
A partir del silencio señalado antes, comienza un acercamiento en torno al cuerpo propio y al cuerpo de la casa como dos materias similares en su vencimiento, donde la palabra poética, además, le dará inscripción, forma existencial a eso que se resiste a ser dicho y hace su trabajo al abrir y mantener la herida por dentro:
“Mi cuerpo hecho de arena
se derrumba como las
paredes de la casa”.
En el caso particular de la lectura que hago de este libro, y de su “arena”, me viene la palabra “Anare”, nombre de un pueblo muy conocido de la costa venezolana, que fue sitio de tragedia al ser arrasado por el deslave de Vargas en diciembre de 1999, hace veintitrés años. Este punto no debe estar seguramente en el registro intencional de la autora, y no parece tener que ver ese lugar costero con el imaginario andino de Pérez Melgarejo. Está en el mío, en la manera de verlo, de leerlo, pues lo relaciono con ese mar en lodo y llanto que vino de arriba y pasó arrasando con todo lo que a su paso encontraba. Es una manera de acercarme a la circunstancia de quien padece y está instalada en la cronología del malestar (los años), de los malos años (la pandemia por Covid), y del silencio en un proceso que tiende, desde los primeros versos, a la postración (por sometimiento). Poemas que tienen a ese deslave como lugar de incidencia en la escritura son los del poeta coriano César Seco (en especial, en La playa de los ciegos, Imaginaria Ediciones, 2013).
Acá me gustaría citar de nuevo a Scott Fitzgerald, autor de ese libro llamado The Crack Up, donde afirma, en febrero de 1936: “Sin duda que la vida entera es un proceso de derrumbe, pero los golpes que desempeñan la parte dramática del trabajo —los grandes y repentinos golpes que vienen, o parecieran venir, del exterior—, los que uno recuerda y lo hacen culpar a las cosas, y de los cuales, en los momentos de debilidad, se habla a los amigos, no muestran sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpe que viene de adentro y que uno no siente hasta que es ya demasiado tarde para impedirlo, hasta que comprende positivamente que de algún modo no volverá a ser el mismo”. O este otro fragmento del mismo libro del narrador norteamericano: “No quería ver a nadie. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida; era bastante sociable, pero tenía una tendencia muy marcada a identificarme, en mis ideas, en mi destino, con todos aquellos con quienes me relacionaba, de cualquier clase que fueran. Siempre estaba salvando o siendo salvado: en una sola mañana era capaz de pasar por todas las emociones que pudieran atribuírsele a Wellington en Waterloo”. Estas citas creo que son pertinentes en el sentido de un trabajo sobre ese momento donde el mundo parece llevar la delantera en una batalla que, sobre todo, no se entiende, y hay que detenerse a escribir para sacar en claro lo que se pueda, y sacárselo de encima lo más pronto que sea (aunque parezca tarde).
Leo en el libro de Pérez Melgarejo:
“Desafié la vida
ella
poco a poco
sin que me diera cuenta
moldeó mi rabia
y enterró mi cuerpo en la casa”.
Presa, sentenciada y enterrada. Un ciclo entero se cumple. Quedan algunos importantes detalles, como el intento de irse a alguna parte para evitar tropezar con los mismos obstáculos (“bancos de arena”, los llama), pero no tenía éxito el escape, siempre regresaba al mismo lugar, ¿a su destino? Y que valga lo que sigue como una especie de crónica poética:
“Fueron tantos los intentos
por salir de la casa de arena
que el viento enfurecido
hizo de mi cuerpo un tatuaje”.
Ese yo que habla y escribe ocupa un lugar protagónico en el fracaso de un cuerpo sometido a vientos feroces, cuerpo pasivo de la debilidad y de la entrega de las armas en la fatiga, en el abatimiento.
“Me carcomió el sol, la sal, la arena
solo en la memoria pude salvar
algunos recuerdos
de lo que un día fui”.
Lo que queda es verse de verdad e intentar mentir también, a veces, aunque resulta más que difícil el intento de truco por la abrumadora magnitud del despojo:
“Disimulo
frente al espejo
la flacidez de mis brazos
piernas y abdomen
la resequedad de la piel
abre surcos en la cara
miro las manos arrugadas
el cabello lleno de canas
los labios marchitos
los ojos más tristes que nunca
entonces
desvío la mirada y me
niego a mirarme nuevamente”.
Este poema que transcribí me impresiona bastante con esa fuerza testimonial comprometida con su verdad, con lo que le pasa, con lo que es capaz de organizar para decir bien el poema, es decir, para ajustarlo al timbre, a la materia, a la historia y los afectos involucrados. No solo es el tiempo, sino lo que no se pudo hacer en él y lo que él hace con uno cuando se impone el deterioro físico y espiritual. Y es en este terreno donde cobra relieve el encarar la circunstancia de este proceso de carcoma para darse a sí misma el testigo de la voz en el desastre, la única que queda y le responde: la de decir las cosas como son, no como las imagina.
“A veces
mi cuerpo cansado
por los años, de los años, de los años
se niega a levantarse”.
Aquí, de pronto, en este querer quedarse dormida para siempre, Adán aparece en su papel de ausencia, incomprensión y falta de reciprocidad, que se unen en un mismo golpe de dados para profundizar el despellejamiento de la víctima:
“Vi la vida por tus ojos
reí con tu boca
soñé por ti
compartí el sol, el aire, la lluvia
y los truenos contigo
me acurruqué en tu vientre
abracé tu silencio
ahora
solo queda un inmenso abismo”.
En esos poemas sin concesiones, el que viene también me gusta mucho y destaca en lo temático con la enumeración de reacciones en el cuerpo de una presidiaria condenada a muerte, que asimismo lleva su diario con disciplina para que quede algo en la escritura, en la memoria:
“Alergia
tengo alergia al viento
al canto de los pájaros
alergia al sol
alergia a la noche
se me hinchan los ojos
cuando veo la luna y las estrellas
alergia a los días a la gente
alergia al silencio y al croar de las ranas
alergia a las sombras que me habitan
en fin, tengo alergia de mí misma”.
Es cuando en este contexto señalado, surge el tema viral con acentuada autenticidad:
“Como árboles
van cayendo uno a uno
la pandemia los derriba
los deja en la tierra
vueltos cenizas”.
Hay algunas referencias específicas a gente amada que lucha con el mal y agoniza:
“La voz que un día
fue un rayo
ahora es un susurro en la mañana”.
O este poema que da cuenta de un terrible daño colectivo:
“Como un bosque talado
quedó mi barrio
después que pasó
la pandemia”.
Tierra arrasada que también va más allá del virus, pues hace las veces de una conclusión de vida donde es posible percibir con claridad, como restos en la escena, el movimiento de lo que suele acontecer en los sueños cuando surgen los desdoblamientos:
“Vi mi sombra
al otro lado
de la acera
solo nos miramos
y como dos extraños
cada uno
continuó su camino”.
La sección final de este libro, hecha con lo que más duele (con una escritura pegada a lo que pega en el letargo, en el abandono, en el desprendimiento), está conformada por varios poemas sobre la soledad en el amor, la separación de los amantes, los deseos que quedaron colgando, los reproches. Este fin es también el comienzo del libro, en eso de la salida que no se encuentra a las preguntas por la vida en general y la suya en particular, por la ausencia del otro, por la falta de ganas. Comienzo y fin se dan la mano en el mismo cuerpo vencido, y la escritura se asemeja a una alternativa para dar cuenta de la parte de la procesión que va por dentro; procesión a la que la poesía sabe leer y escuchar, como si fueran caravanas de palabras las que pasan por ese inmenso desierto interior –desierto hecho con el cansancio acumulado y las infinitas arenas del desplome.
Aquí entonces una cita del sabio Jorge Luis Borges para ver si se nos pega algo, por supuesto, y concluir imaginando que uno dibujó con la lectura una satisfacción circular alrededor de un esquivo secreto, tanto en las razones y sinrazones de lo escrito, como en el marco de las sintonías de quien lee lo que lee:
“El golpe de la ola que regresa a la arena.
El hombre que en su lecho último se acomoda
Para esperar la muerte. Quiere tenerla, toda”.
Miguel Alfonso Márquez Ordóñez
Caracas, 19 de diciembre de 2022