Por Raimon Colmenares
Por tercera ocasión pude aproximarme a la agrupación de teatro experimental de la UNET, dirigida por José Ramón Castillo. Y ahora que tengo una idea más clara de su trabajo, me dispongo a escribir una pequeña reseña o comentario sobre una de las puestas en escena que, al igual que las otras que este grupo presenta, merece echarse el viaje y presenciar, ya sea para reflexionar, reírse, indignarse, sorprenderse, o confundirse; todo es válido, pero asumir una postura de indiferencia resulta difícil ante estos trabajos, sin duda. Desde el nombre de la obra, al menos en mi caso, vino el interés por verla: “Ni me interesa”. Uno no sabe qué clase de teatro irán a mostrar exactamente, y por lo mismo surge la curiosidad ¿Por qué alguien iba a titular una obra de tal manera? Lo que es cierto es que uno va predispuesto a encontrarse con algo irreverente. Y por allí van los tiros en realidad. ¿Qué podemos esperar encontrar en la obra? Sin adelantarles demasiado, les puedo enunciar un poco del contenido: indiferencia ante los problemas sociales, malestar con el prójimo, alienación mediática, rollos de la cotidianidad, y todo lo que puede suceder a unos simples habitantes (a ratos lúcidos, y a rato neuróticos) de una ciudad como San Cristóbal. Contenidos para nada nuevos en el arte, que ya se han interpretado miles de veces. Por supuesto, lo importante en este caso es la forma en que se muestran esos contenidos, allí es donde nos percatamos de que estamos ante un grupo teatral sólidamente constituido, en el que los cuatro jóvenes: Ana, Alexandra, Diego y Omar , dan prueba de su dedicación al arte en cada escena, donde vemos parlamentos llevados a cabo con total fluidez y naturalidad, ejercicios de expresión corporal que requieren destrezas acrobáticas, sorpresivos atrevimientos trabajados de la manera más profesional, y por supuesto la creatividad del director para ingeniarse imágenes y metáforas visuales como escenas que aportan gran parte de lo que más recordamos al salir de la obra. Hablando de las imágenes y metáforas visuales, hay muchas. Dos de mis favoritas son una en la que un personaje derrama una botella de agua sobre el otro, mientras éste se revuelca en el charco como un pez sacado de la pecera. En otra envuelven en papel periódico a uno que se va asfixiando allí encerrado, hasta reventar, con la música tan caótica como se puede. Es algo que hay que verlo con los ojos propios, para darse cuenta como magistralmente logran otorgar una poderosa atmósfera psicológica, llena de angustia, miedo, malestar, o liberación, dependiendo de la escena que transcurra. Los temas, y las reflexiones que sacan a relucir los personajes, vienen en un formato ya tradicional dentro de las obras del grupo, es decir, presentados desde un monólogo anecdótico de “el otro día me encontraba yo haciendo tal cosa…”, casi siempre cargados de un humor mordaz, y llenos de experimentación, pero en ocasiones no se escapan de los lugares comunes, o de ser muy explícitos, dejando poco para pensar. Me viene a la mente una frase: “cada vez que comes en McDonald’s, mueren niños en Irak”. Esta crítica, junto a las de la repetición del estilo/formato y los temas que se tratan (muy similares a la sección de opinión que escribe el director de la obra en Diario Los Andes: “El Incinerador Teatro”), son las que más pude escuchar al salir de la obra. En esto cada quien es libre de escoger: están los que piensan que el artista debe seguir una línea, que gana valor cuando se consolida en un estilo propio y fácilmente identificable por su público; y también los que sostienen que eso es precisamente lo que debe evitar a toda costa el artista, que cuando lo anterior ocurre, ya no le queda mucho que ofrecer. Yo opino que cada artista debe hacer lo que se le antoje y como se le antoje, que hay público para todo.