Crónicas de días inciertos VI

Dias inciertos, Literatura, Publicación

Masones, gobernantes influidos por la doctrina liberal y protestantes, habían sido vistos por el clero tachirenses de finales del siglo XIX como los responsables de las desgracias, epidemias y hechos dolorosos, sufridos entonces por la región. Esta actitud tenía ya muchos antecedentes. Los clérigos acusaron a los simpatizantes de la independencia como culpables de la ira de Dios que castigó a la región con la epidemia de viruela de 1804. La actitud de los nuevos gobiernes republicanos, que neutralizaron viejos privilegios coloniales a la iglesia y los antiguos funcionarios realistas, traería como consecuencia la epidemia de cólera de 1832 y


Los culpables según los culpables

 

Francis Bacon, Estudio después del Retrato del Papa Inocencio X de Velázquez (1953)

Masones, gobernantes influidos por la doctrina liberal y protestantes, habían sido vistos por el clero tachirenses de finales del siglo XIX como los responsables de las desgracias, epidemias y hechos dolorosos, sufridos entonces por la región. Esta actitud tenía ya muchos antecedentes. Los clérigos acusaron a los simpatizantes de la independencia como culpables de la ira de Dios que castigó a la región con la epidemia de viruela de 1804.

La actitud de los nuevos gobiernes republicanos, que neutralizaron viejos privilegios coloniales a la iglesia y los antiguos funcionarios realistas, traería como consecuencia la epidemia de cólera de 1832 y el terremoto de 1849. La ira del altísimo vuelve a castigar la región por culpa de las acciones de los masones en contra de la iglesia, a través del terremoto de 1875, la invasión de langostas de 1882 a 1888 y las vaguadas de 1886. Además, el proselitismo protestante que comienza a dividir a los hijos de Dios, sería el culpable del terremoto de 1894. Siempre hay alguien a quien culpar de las desgracias.
Pero ¿qué dicen los culpables de su culpa? Estos grupos no generaron la documentación y el imaginario que sí tuvo la iglesia católica de entonces. Sin embargo, entre líneas se puede leer que, para estos acusados de ser los responsables de todas estas desgracias, los verdaderos culpables son sus acusadores. Es decir, que sería el mismo clero el culpable de esa ira divina que atormentó al pueblo tachirense. Sus malos ejemplos, su inmoral comportamiento, la displicencia ante sus deberes, la falta de caridad pastoral y la práctica de la simonía, son sólo algunas de las acusaciones que los acusados hacen de sus acusadores. Y es que ciertamente, dentro de la misma documentación diocesana el comportamiento de los clérigos fue un asunto de discusión pues en ello recae gran parte de la correcta marcha de la iglesia.


Las constituciones sinodales de 1687, que rigieron los procedimientos de la iglesia hasta 1904, explica y regula el deber ser de las actuaciones de los sacerdotes, “…todos los curas deben ser visitados acerca de su vida y costumbres, buena y puntual administración de los sacramentos, conocimiento de sus feligreses y buen tratamiento de sus ovejas, residencia de su beneficio, enseñanza de la doctrina cristiana y explicación del santo evangelio, corrección fraterna de pecados públicos, visitas y exhortación de los enfermos y buen ejemplo del pueblo, para que sean premiados o reprendidos, con forme a sus costumbres”.
Aquellos sacerdotes que incumplen sus responsabilidades y normas de vida, son llamados al orden. Célebres son las amonestaciones del obispo Mariano Martí, a mediados de 1774, a quién no le tembló el pulso a la hora de reprender a pastores descarriados. Como el padre don Juan Pettí, cura de San Juan de Dios en Maracaibo, quien “…se recoge de las casas ajenas a la suya después de la media noche. A las mujeres penitentes suyas, en el mismo confesionario las reprende si tren las sayas tanto cortas o largas y otros defectos en alta voz y se pone a reír de manera que lo oyen los circundantes”. Etas denuncias que se le hacen llegar al obispo y las amonestaciones que de allí se generan, buscan resguardar el honor de la iglesia y recordar la obligación de los sacerdotes en cumplir con la administración de los sacramentos y de dar ejemplo de vivir en santa paz en la tierra y en la eternidad.


Pero eran muchas las tentaciones que tenían los párrocos tachirenses. La organización de las fiestas patronales era una de ellas. Al parecer esto originó la recriminación por parte del obispo Hilario Boset, quien realizó amonestaciones a varios clérigos por su comportamiento. Entre ellos la prohibición explícita de organizar y participar en bailes. Tras la muerte de monseñor, el vicario foráneo de Ejido consulta a la curia superior “si la censura impuesta por el fallecido obispo Boset a los clérigos que asistieron a los bailes o que contribuyeron a estos ha cesado con la muerte del prelado”. El 7 de febrero de 1877 recibe una clara nota de los canónicos Tomás Serpa y José Concepción Acebedo, aclarando la situación. “Cesan las penas impuestas por sentencia judicial o por mandato habilitatorio, mas no las censuras fulminantes a manera de estatuto general las cuales tienen semejanzas y fuerza de ley y obligan y se incurre en ellas después de la muerte del legislador u ordinario que las estableció para evitar delitos futuros. De esta última clase es la censura impuesta por el iltmo. Señor Boset a los clérigos que asistan a los bailes y por tanto la declaramos vigentes”. Con sotana no se baila.
Y es que la preocupación por los bailes de algunos de los curas de la diócesis, les hizo hasta olvidar las rúbricas de ceremonias tan importantes como la adoración de los fieles al sacramento de la eucaristía. El obispo Román Lovera debe recordárselas mediante una circular que sorprende por lo detallado de las disposiciones. La misma se encuentra fechada en abril de 1884. Se dispone el uso de 20 cirios encendidos, no lámparas para la adoración del sacramento; la última misa es a las 7pm; la hostia de la comunión no debe ser la misma que de la exposición; la procesión debe terminar en la capilla de reserva con preces y bendición; la custodia debe estar en la mesa del altar sobre trono elevado y no en la puerta del sagrario o fuera del altar; durante la exposición debe estar cerrada la puerta mayor y abiertas las laterales; la lámpara que alumbra al santísimo debe ser de aceite vegetal y nunca de kerosene. Parecen que muchas cosas del oficio se habían olvidado entonces.


Al año siguiente una nueva circular del Provisor Gobernador del Obispado de Mérida con fecha del 12 de agosto, advierte a los sacerdotes sobre la necesidad de usar adecuadamente el traje sacerdotal y los ornamentos adecuados para la administración de los sacramentos. En esta se insiste, especialmente, en el sacramento de la penitencia que es donde mayores descuidos se cometían. Para administrar este sacramento el ministro debe vestir “sotana negra con sobrepelliz, roquete o cota y estola morada como símbolos de la potestad que ofrecen de santidad y de la vida a la que llaman, toda inocencia, de virtud y de perfección”.
Pero no sólo en los aspectos y de la presentación personal hizo gala de descuido al gremio, sino incluso sobre la administración misma de los templos. Es por ello que el 29 de octubre se remite otra circular por parte del Sr. Dr. José María Pérez Limardo, encargado del gobierno eclesiástico. En ellas se dictan las siguientes disposiciones: se prohíben, bajo penas muy severas, que los templos queden abiertos de noche y antes del amanecer. Entre marzo y septiembre iglesias y capillas no pueden ser abiertas a los fieles antes de las 5am y el resto del año a las 5.30am. en días festivos a las 4am entre marzo y septiembre y el resto del año a las 4.30am. la eucaristía no debe ser celebrada antes de las 5am y los templos deben ser cerrados a las 7pm. Los bautizos se harán sólo en la mañana. Las campanas sólo pueden ser tocadas después de las 4am y hasta las 8pm. Se exceptúa de estos horarios los días de navidad, jueves santo, los actos del prelado y cuando haya afluencia de penitentes o catecismo para hombres, “…en cuyas circunstancias el venerable cura o rector de la iglesia cuidará que no asistan personas de otro sexo y que haya alumbrado siguiente”. Nuevamente se advierte que el cura que no cumpla con los presentes artículos “incurrirán en pena de suspensión ipso facto”.


Otra circular, con el mismo tono, fechada en Mérida el 4 de febrero de 1887, responde a la indiferencia con que los encargados de los templos tienen en relación a los restos mortales de personas “fallecidas en nuestra adorable religión” y que, por distintos méritos, el económico siempre con mayor peso, fueron enterrados en el interior de las iglesias. Sus restos se encontraban abandonados en sacristías y capillas, como consecuencia de las reparaciones y remodelaciones hechas en los templos después de los terremotos. La circular insiste en que estos restos no deben rodar abandonados por allí y dispone que “las urnas que reposan en iglesias y que no hayan sido inhumados en su pavimento con todos los requisitos legales para el próximo 17 del próximo mes de abril, se servirá mandar a arrojarlos ocultamente en el osario del cementerio respectivo”. Lógicamente sólo los huesos con herederos muy pudientes, serían los que pudieron seguir descansando en la casa de Dios.

El tema de la residencia de los curas y de la presencia de estos en las parroquias, es otro de los problemas de conducta de la época. Parece que muchos de ellos eran dados a abandonar sus casas parroquiales para vivir en otras ciudades, ejerciendo otras labores distintas a la función sacerdotal o simplemente disfrutando de una oculta vida familiar. El 23 de mayo de 1891, el obispo Román Lovera se escandalizaba de cómo “con mucha facilidad y sin licencia sacerdotes se separan de sus iglesias”. Por eso ordena que la ausencia de sus parroquias no puede ser mayor de 3 días, con licencia escrita del vicario territorial y si es más prolongada sólo con la licencia del obispo o su vicario general.
Antonio Ramón Silva, obispo de Mérida de Maracaibo para 1895, tiene especial preocupación por la conservación de documentos, como los anteriores, ya que al desaparecer estos de los registros parroquiales la obediencia de los párrocos se vería comprometida alegando desconocimiento de las medidas dispuestas por el obispado e instancias superiores. Así ordena que se empaten en tomos dichos documentos para su conservación y que sean transcritos, por el mismo párroco, en el libro de gobierno de la parroquia. De esta manera, lo quieran o no, los venerables sacerdotes se enterarían de las disposiciones de sus superiores. Gracias a esta previsión del obispo Silva, han perdurado importantes e interesantes documento para la historia de las regiones.


Por circunstancias no del todo claras y guardadas con gran celo, el 18 de mayo de 1888 en el mercado público de San Cristóbal Marcos Angulo, tras acalorada discusión, intentó clavarle un cuchillo al presbítero Juan Ramón Cárdenas. Escándalo mayúsculo en La Villa y santa indignación del clero. Monseñor José Asunción Acevedo se dirige al presidente del Táchira, general Cipriano Castro, para exigir el castigo ejemplar contra ese personaje que intentó vulnerar el sagrado respeto y temor que se le debe a los representantes de dios. Castro, con mucha experiencia en ese mundo de sotanas y afectamientos, él mismo fue seminarista en Pamplona y ya había tenido muchos encontronazos con los curas de capacho, decide averiguar antes que actuar. Lo cierto de todo esto es que el presidente llega a la conclusión que el culpable del hecho fue el venerable sacerdote y que la reacción de Angulo fue un intento fallido por vengar la dignidad herida. La acción en el mercado fue la acción de un oprimido en contra de su opresor, así se lo hizo saber al vicario Acevedo.
Ofendido en su orgullo este último decide una acción sin precedente que busca poner al pueblo de dios en contra del liberal e irrespetuoso Castro. Ordena a todos los sacerdotes de la vicaría de San Cristóbal a dejar sus iglesias y trasladarse al palacio obispal de la ciudad de Mérida, sede de la diócesis y permanecer allí hasta que Castro no juzgue al agresor del padre Cárdenas. Don Cipriano, conocedor también de los intrincados caminos de la diplomacia eclesiástica, ya había hecho lo suyo informando al gobierno eclesiástico los detalles oscuros de los hechos que originaron el escándalo. Para entonces no se había elegido obispo, pero la diócesis era dirigida por monseñor Pérez Limardo, administrador sede vacante. Antes que llegara la migración de los ensotanados tachirenses, el encargado del gobierno diocesano envía la orden de regresar a sus iglesias y envía sendas amonestaciones a monseñor Acevedo por su falta de prudencia en el manejo del asunto y al presbítero Juan Ramón Cárdenas por su displicencia y falta de testimonio en su labor sacerdotal.


De estos hechos, de los pasados eventos y desavenencias con los sacerdotes que quisieron interferir con sus ímpetus juveniles y revolucionarios, de futuro desacuerdos con obispos y figuras prominentes, como monseñor Jesús Manuel Jáuregui Moreno, vendían muchas tensiones del gobierno con el clero. Al triunfar la Revolución Liberal restauradora el puesto preponderante que siempre había tenido el clero en la región fue menguado por la actitud de indiferencia con que se llevaron las relaciones con el gobierno de los nuevos tiempos. En esto sus antiguos enemigos señalado como culpables de terribles desgracias, vean el castigo divino a los verdaderos culpables de las guerras, epidemias langostas y terremotos de aquellos días aciagos.
Son muchos los eventos protagonizados por estos culpables y culpabilizadores de las desgracias tachirenses. El severo general y conocido masón Constantino Pérez (1875-1940) era el jefe civil de San Juan de Colón. Un domingo, alrededor de 1931, una de sus hijas, recién llegada del extranjero, Rosa Pérez, es sacada de la iglesia por el párroco José Edmundo Vivas (1887-1972). Influida por el secular liberalismo vestía de una manera inapropiada para asistir a la casa de Dios, según el parecer del ministro de Dios. El general ante tal humillación, envía a un emisario que le dice al sacerdote que una ofensa de esas “sólo se paga con plomo”. La respuesta fue tajante “debajo de esta sotana también hay pantalones”. No hubo más misas. Se pactó un duelo a pistola para las 3 de la tarde. La noticia corrió por todos los rincones del pueblo. Minutos antes de la hora acordada, en el atrio de la iglesia, espera el cura al general que sale de su casa a vengar la ofensa sin reparar en lágrimas ni consejos. Ya el curtido militar había apostado expertos tiradores en los techos de una vivienda. Otro tanto había hecho también el prudente sacerdote. Parados uno frente al otro y ante la mirada de toda una multitud, sólo esperaban el sonido del primer campanazo para desenfundar sus armas. De entre la gente salen de repente don Manuel Camargo y su esposa doña Delia Gómez, una de las primeras familias evangélicas del pueblo y con sus palabras detiene el combate. Invocan a Dios, al obispo Tomás Antonio Sanmiguel (1887-1937) y al presidente Juan Vicente Gómez (1857-1935). Los asiste su amistad con ambos combatientes y el aprecio general de las gentes. Obispo y presidente pocos días después, deciden nuevos y alejados destinos al jefe civil y al párroco.


En esto de la culpa es bueno remitirse a lo dicho por el cronista Fernández de Oviedo en su relato sobre Castilla del Oro. Allí reflexionaba sobre quiénes eran los culpables de los hechos sangrientos ocurridos entre 1524 y 532 en Darién. Lo que afirma muy bien se puede aplicar a los que en el Táchira buscaron siempre a quien culpar de las desgracias: “pero no quiero ni soy del parecer que se cárguele toda la culpa a los que se han dicho, ni tampoco absuelvo a los particulares soldados que como verdaderos monigotes o buchines o verdugos o sayones o ministros de satanás, más enconados espadas e armas han usado que son los dientes e ánimos de tigres e lobos, con diferenciadas e innumerables e crueles muertes que han perpetuado tan incontables como estrellas”.

Anderson Jaimes R.

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