Adolescencia y suicidio en el cine latinoamericano

Cine, Publicación

Cecilia era rara, nosotras no. Guardó silencio un instante y luego añadió: –lo que queremos es vivir… si nos dejan. Las vírgenes suicidas Jeffrey Eugenides, 1994, p. 125 Marzo 2016.- (Por Eliezer Arias)  Tomarse unos momentos para comprender cabalmente las cifras oficiales de suicidio mundial puede conducir a una reflexión escalofriante. Considerando las estimaciones más conservadoras, al cabo de tres minutos de comenzar este ejercicio ya se habrán consumado casi cinco suicidios a lo largo del mundo. Y es que alrededor del globo, un suicidio es consumado cada 40 segundos. A pesar del conocimiento científico acumulado a la fecha en

Cecilia era rara, nosotras no. Guardó silencio un instante y luego añadió: –lo que queremos es vivir… si nos dejan. Las vírgenes suicidas Jeffrey Eugenides, 1994, p. 125

Marzo 2016.- (Por Eliezer Arias)  Tomarse unos momentos para comprender cabalmente las cifras oficiales de suicidio mundial puede conducir a una reflexión escalofriante. Considerando las estimaciones más conservadoras, al cabo de tres minutos de comenzar este ejercicio ya se habrán consumado casi cinco suicidios a lo largo del mundo. Y es que alrededor del globo, un suicidio es consumado cada 40 segundos.

A pesar del conocimiento científico acumulado a la fecha en torno a este tema y a los esfuerzos de concientización efectuados por entidades de diferente naturaleza y alcance, podría parecer que en el seno de nuestra cultura yace una especie de conspiración o pacto de silencio en torno al tema. Tal vez la negación, como en muchas otras áreas problemáticas de nuestras realidades, se dé en un intento por ocultar algo que cuesta entender. Como corolario de esta actitud generalizada de reserva, el estigma mancha la memoria de quienes decidieron terminar con sus vidas y se traspasa a familiares y amigos dolientes como una devastación emocional de dolor y culpa.

Comencé a interesarme por el tema del suicidio una década atrás, en 2004, durante mis visitas de trabajo a una comunidad de pequeños campesinos en los Andes venezolanos. La formación como antropólogo no sólo me llevó a investigar la ocurrencia de este fenómeno en un lugar totalmente inesperado, sino a cuestionarme también esa pared de silencio que lo oculta. En un primer momento, entendí que si quería acercarme bien al tema, tendría que transcender los modelos tradicionales que lo han abordado. Si quería emprender un trabajo etnográfico, que se fundamenta principalmente en el lenguaje verbal y escrito, el silencio representaba un punto de quiebre, un obstáculo metodológico. Entonces, ¿cómo representar algo que se mantiene en silencio o se vislumbra fugazmente a través de unos pocos gestos? Aún más importante, ¿cómo darle presencia a los ausentes?

Para el año 2009, comenzaba a desarrollar El silencio de las moscas (2013) y me había planteado una serie de hipótesis abstractas que se reflejarían en el documental. Una de ellas ponía énfasis en la visión idílica de lo rural en Latinoamérica, y en el hecho de que ese espejismo creado social y políticamente de alguna manera ayudaba a ocultar o silenciar lo que ocurría. En este punto, alguien me cuestionó que esa visión partía de mis propios prejuicios. Tal vez en mi búsqueda de refutar teorías basadas en explicaciones teleológicas y funcionalistas, como las planteadas por Emile Durkheim en su trabajo Le Suicide, estaba dejando de lado lo que tenían que decir los sujetos de mi estudio, y sobre todo, lo que tenían que decir los ausentes.

La idealización propia de los modelos explicativos me detenía en la suposición de que la emergencia de situaciones tan trágicas era imposible en una comunidad rural. Ese debate y la experiencia de hacer la película me llevó a entender, poco a poco, que lo grandioso del cine es su poder de abrirnos a un mundo de emociones, y que serían mis personajes y su capacidad de representarse a sí mismos los que harían evidentes elementos de la realidad que podrían pasar desapercibidos. La película en sí misma me ha ayudado en ese intento de comprender a las personas, en especial a los más jóvenes, que deciden saltar sobre su propia sombra y morir antes de tiempo, así como el efecto que dejan en su entorno.

LAS MOSCAS Y EL VIENTO

En la opera prima de Sofía Coppola, Las vírgenes suicidas (1999), la película transcurre a principios del verano, en plena época de la mosca del pescado, que hace que la ciudad se cubra de estos efí- meros insectos. Como escribe en su novela homónima Las vírgenes suicidas, Jeffrey Eugenides: Se levantan entonces nubes de moscas de las algas que cubren el lago contaminado y oscurecen las ventanas, cubren los coches y las farolas, […] y cuelgan como guirnaldas de las jarcias de los veleros, siempre con la misma parda ubicuidad de la escoria voladora. (Eugenides, 1994, p. 4)

En El silencio de las moscas, estos insectos, que remiten a la idea de descomposición y podredumbre de las cosas vivas, vuelven en un relato relacionado no a la historia del suicidio de unas adolescentes de una familia suburbana estadounidense, sino el de una comunidad entera, en lo profundo de la cordillera andina de Venezuela, sumida en una serie de suicidios desde principios de la década de 1990. En esta comunidad, las moscas, debido al uso creciente e indiscriminado de estiércol en la agricultura, aparecen como enjambres en las épocas de siembra, y el efecto parece igual al narrado en la novela de Eugenides. Toda una comunidad se ha resignado a convivir con el tono oscuro que recubre sus paredes y sus ventanas durante ciertas épocas del año. Las moscas vienen a ser la constatación del abandono de su población a su medio ambiente cada vez más contaminado por agroquímicos, y el propio medio ambiente, a su vez, es constatación del abandono de la gente sobre sí misma. Esta incesante presencia, aparece como algo ominoso en estas comunidades, cargado de oscuros designios, y parece ayudarnos a captar eso que pudo haber pasado por las mentes de aquellos jóvenes ausentes.

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Este contexto de desolación al que han sido expuestas comunidades rurales como las representadas en El silencio de las moscas, y muchas otras, como veremos más adelante, resulta importante para entender por qué muchos jóvenes adolescentes buscan una salida permanente a sus existencias. Creo que los contextos socioculturales y políticos son cruciales en la comprensión de las experiencias y acciones de estos jóvenes. En muchas zonas rurales de América latina, por ejemplo, la modernización basada en un desarrollo económico productivista creó expectativas crecientes en sus habitantes. Pero como muchos intelectuales señalan, esto constituyó sólo una ilusión que culminó en desesperanza.

El suicidio podría ser uno de los efectos de esa especie de promesa rota por el incumplimiento de las expectativas creadas por la modernidad. Los jóvenes parecen ser los más expuestos a esta desilusión, y a su vez, los que parecen no estar dispuestos a seguir con las apuestas del destino y optan por anular ese “contrato” de derecho de vida. ¿Cómo representar a esos jóvenes ausentes y sus desesperanzas? En El silencio de las moscas hay dos personajes centrales; dos adolescentes que a los 15 años decidieron terminar con sus vidas. A finales de enero del 2009, María José decidió ahorcarse en su habitación; Nancy se envenenó con un pesticida a mediados de junio del mismo año. Ambas fechas eran épocas de moscas. Sus cortas vidas fueron intensas, al contrario de lo que uno esperaría de chicas jóvenes en una sociedad patriarcal con normas de comportamientos estancadas y una fe católica arcaica que se ha visto exigida por la competencia con otros cultos religiosos.

María José, como una especie de “Eréndira 1 Andina”, no se conformaba con lo que veía a su alrededor: una sociedad machista que negaba su orientación sexual y diferentes elementos de su identificación de género. Poco a poco se fue exiliando de su entorno, buscando constantemente salidas y escapes. Uno de ellos fue hacerse daño poco a poco, drenando la rabia y la desesperanza a través de cortaduras en su cuerpo. En la actualidad, casi cualquier chico, por más aislado geográficamente que esté, se encuentra expuesto a la globalización cultural. María José consiguió un refugio al final de sus días en un colectivo que hacía apología del suicidio entre otros elementos de estilo en tribus urbanas de alta masificación. Luego de que el cura del pueblo efectuara una purga en su habitación acusándola de haber sufrido y cometido suicidio bajo efectos de una posesión demoníaca, sus pertenencias fueron destruidas y desechadas públicamente. Sólo se pudo recuperar su diario, donde a través de dibujos se puede entender no sólo el estado de ansiedad y angustia en el que se encontraba, sino también algunos de los porqués.

Ser joven en una zona rural hoy día es doblemente difícil. Si ya el hecho de ser joven acarrea una serie de conflictos internos, más aún lo es ser joven en sociedades intermedias y aún en transición entre esa dicotomía entre lo tradicional y lo demandado por la cultura de masas. Podría decirse que María José, cuya madre venía de la ciudad y su padre era nativo del pueblo, se encontraba en la línea entre dos mundos, el cemento y lo vegetal, confrontados.

En el caso de Nancy, además de ser testigo del suicidio de su padre, lo cual es en sí mismo un factor de riesgo, entró en el círculo vicioso que existe en muchas de estas comunidades, donde la sexualidad es precoz, poco planificada y las uniones civiles son tan frecuentes como los conflictos y las desintegraciones familiares. Su propia hermana, quien la sobrevivió, quedó embarazada a los 14 años y con 7 meses de gestación intentó envenenarse con un pesticida. Ella me contaba que su hermana la llamaba en sueños, pidiéndole que la acompañara. En esos mismos sueños Nancy le decía, que ya, por fin, podía descansar de sus problemas.

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Otro documental que capta una situación similar, en la Patagonia argentina, es Los jóvenes suicidas (2008) de Leandro Listorti. Allí las moscas parecen ser suplantadas por el viento, como lo señala Leila Guerriero, en su novela de crónicas Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico (2005), el cual ha tenido un efecto demoledor en los habitantes de Las Heras, en la provincia argentina de Santa Cruz. Listorti nos muestra, a través de una galería de planos fijos, los sitios donde habitaron o convivieron los suicidados. Buscando darles presencia a los ausentes a través de las marcas que dejaron antes y después de sus decisiones, la película nos transporta a esas comunidades rurales que la modernidad ha olvidado y abandonado y donde sus habitantes, sobre todo los más jóvenes, no encuentran salida ni una identidad común que los proteja.

Recuerdo que en mayo de 2009 visité muy fugazmente Las Heras, también cautivado por la historia de Guerriero. Años más tarde, viendo Los jóvenes suicidas, recordé sus calles, su parque, sus balancines petroleros ahora privatizados, también ese día había un piquete que me dejó atrapado tanto para entrar como para salir de allí, como le ocurrió años atrás a Guerriero. También acá se repite una historia de un pueblo que llegó a gozar de una bonanza económica transitoria e ilusoria y que luego se derrumbó, y ahora presenta una tasa de desempleo de casi 30%, porcentaje que puede ser superado si consideramos sólo a los más jóvenes.

Como dice Lux Lisbon sobre su hermana Cecilia, en Las vírgenes suicidas, a los jóvenes que se suicidaron en Las Heras o en Pueblo Llano, tampoco les permitieron vivir. Como una renuncia razonada a aceptar el mundo como es, como no debería ser. A mi parecer, lo verdaderamente grave es que estas muertes siguen siendo tabú, parece mejor no asumirlas como públicas. Como en el libro El Origen del escritor Thomas Bernhard, que narra la historia de adolescentes suicidas y describe cómo su sociedad no los entierra, sino que les echa tierra encima. Bernhard habla sobre cientos de colegiales que se arrojan desde las colinas a la asfaltada Müllner Hauptstrasse, la calle de los Suicidios, sucediendo todo ante la indiferencia de los habitantes de Salzburgo; como si fuera el otoño de los tiempos y en lugar de hojas cayeran de los árboles adolescentes marchitos (Bernhard, 2009).

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EL SUICIDIO COMO RESISTENCIA SILENCIOSA

Tanto la historia en los Páramos venezolanos como en la Patagonia argentina me dejaron con la pregunta de si eran estas historias aisladas y donde por casualidad del destino confluyeron ciertos factores únicos. Sin embargo, a través de un viaje por Colombia, México y Brasil, me fui dando cuenta de que el fenómeno del suicidio se ha extendido en muchas comunidades rurales y principalmente en comunidades indígenas. Uno de los casos que me causó cierto desconcierto fue el de los Yanomami-Sanema, población indígena que habita en la frontera entre Venezuela y Brasil.

Para los Yanomami-Sanema el suicidio era algo no reportado anteriormente, y ni siquiera parece existir un vocablo que lo describa. Sin embargo, en los últimos años los casos de suicidios de jóvenes entre 14 y 20 años, en la reserva yanomami en el estado de Roraima, en Brasil, se han disparado y presentan una tasa desproporcionada. Esta historia se está repitiendo con sus vecinos los Yekuana, con los Nasa y Embera en Colombia, en comunidades Chol de Chiapas, México, entre muchos otros.

La película Birdwatchers: la tierra de los hombres rojos (2007) de Marco Bechis, sobre el conflicto territorial que enfrenta a un grupo de indígenas Kaiowa-Guaraní contra hacendados latifundistas en el Mato Grosso brasileño, ilustra de forma brutal la devastación social y cultural que han sufrido muchos pueblos indígenas en América Latina así como la situación de desarraigo y confusión que viven los más jóvenes. Al comienzo de la película dos de las mismas jóvenes que deben “disfrazarse” para mostrarse como indígenas “auténticos” a la vista de los turistas observadores de aves, terminan ahorcándose. El grado de desánimo de los más jóvenes, ante la falta de perspectivas en su vida actual, lo resume una frase que pronuncia Osvaldo, el joven aprendiz de shamán, mientras las ve colgadas del árbol en uno de los parches de selva que quedan: “ahora van a ir a donde pueden sentirse bien”.

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Y es que el suicidio en muchas de estas comunidades se ha convertido no sólo en una consecuencia del trastorno social producto de siglos de exterminio, despojo de sus tierras y deformación de sus estructuras de organización y de creencias religiosas, sino también en una dimensión muy importante en el actual proceso de formación de la identidad de los jóvenes. Dejar de vivir se ha convertido en su manera de desocializarse con un mundo que primero los homogeneizó y que ahora los margina.

Es importante entender que la mayoría de estos jóvenes viven influenciados por las múltiples formas culturales con las que conviven en cada uno de los estados-naciones a los que pertenecen, aunque estas mismas sociedades hegemónicas los marginen de diferentes formas. En Birdwatchers observamos que aquellos suicidados son olvidados. De alguna manera, se les cuestiona la decisión al enterrarlos juntos a todo objeto que pueda darles memoria. Al sepultarlos con todas sus pertenencias y boca abajo se les busca olvidar.

Como un exterminio de la memoria del ausente, al contrario de lo que ocurre en otras sociedades, donde parece existir una transición de la memoria a través de los objetos. Lo que sí se repite con la historia de los jóvenes kaiowa es nuevamente el silencio. Sin embargo, en la teología guaraní, el silencio es considerado un estado de perfección. El concepto de Kiriri en guaraní, denota al modo de ser calmado, paciente, tranquilo, y sobre todo silencioso, y es ser Kiriri lo que los coloca más cercanos a sus dioses. Posiblemente, este modo de ser silencioso hacia el exterior sea una vía para canalizar su agresividad, en este caso no hacia el otro (el enemigo) sino hacia sí mismo. Para algunos, el suicidio en los Kaiowa es una lucha silenciosa, y por lo tanto una actitud de resistencia.

Todo esto me trae de vuelta a mi preocupación inicial sobre los silencios que envuelven el acto suicida. Muchas veces, mientras abordaba El silencio de las moscas, me cuestionaba si ese silencio era parte de una práctica cultural para hacerle frente a la muerte. A pesar de resultarme muy impactante la manera tan serena como muchos familiares hablaban de lo sucedido, terminaba yo considerando la posibilidad de que, a un cierto nivel de análisis, esa fuera una manera sana de superar la pérdida.

Basado en ciertas normas sociales y culturales, el silencio parece formar parte de una estrategia para confrontar lo inevitable. Pero ¿hasta qué punto estas normas se convierten en camisa de fuerza para los jóvenes que se encuentran atrapados en un nuevo contexto social que puede llegar a resultarles claustrofóbico? Muchos se encuentran fuera de lugar y fuera de la estructura de pertenencia. En Birdwatchers se refleja esa tristeza en los adolescentes y jóvenes kaiowa, que se ven obligados a morir como única manera de escape y en una especie de alteridad contextualizada en el suicidio.

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EL CINE COMO TERAPIA ANTE LA MUERTE

Una de las películas menos conocidas, pero tal vez la más personal, de François Truffaut es La habitación verde (1978). Esta película, protagonizada por el mismo Truffaut (en el papel de Julien Davenne), y basada en el libro de Henry James, El altar de los muertos, muestra los rasgos de un personaje envuelto en un duelo patológico. Julien, luego de la muerte de su esposa, pone su vida al servicio de los muertos, y, en cierta manera, congela su amor a sus recuerdos y busca darles su lugar en un altar.

Al inicio de la película Julien pronuncia unas palabras a un amigo que acaba de perder a su esposa, lo que nos muestra desde el comienzo esta dedicación enfermiza: “Dedíquele todos sus pensamientos, todos sus actos, todo su amor y verá que los muertos nos pertenecen si nosotros aceptamos pertenecerles”. Tras esta posesión viene la sacralización de un cúmulo de objetos, retratos y pinturas que pertenecieron a los fallecidos. En este santuario se mezclan los muertos de Davenne con los de Truffaut, a manera de homenaje a sus propios muertos: Henry James, OscarWilde, Jean Cocteau, Maurice Jaubert y Marcel Proust.

Durante el proceso de realización de El silencio de las moscas, y tras mi solicitud a los familiares de cederme algún objeto de sus familiares muertos, pude entender las diferentes maneras como la gente procesa y sobrelleva el duelo (2). Aquello ha sido una experimentación para entender cómo las personas logran despojarse o no de esa imagen interna o idealizada del ser querido y ahora ausente, a través de los objetos que se transforman en la representación simbólica externa de la imagen interna idealizada.

En el caso de Mercedes me encontré con un comportamiento parecido al de Julien. Durante mi tiempo con ella, Mercedes no paraba de hablar de su sentimiento de culpa y de los enigmas de la muerte de María José. Era tanto su dolor que solía usar un pantalón que pertenecía a María José, sólo para sentirla. No puedo negar que tratar de revivir lo que pudieron pasar tanto los ausentes como los que los sobrevivieron se hizo obsesivo para mí, y en cierta manera creé mi propia habitación verde en el medio de una zona rural andina.

La puesta en escena de los objetos en el árbol también se convirtió en una manera no sólo de conmemorar a los muertos, de llenar ese vacío que dejaron los ausentes, sino también de evitar que sus muertes fueran olvidadas por una sociedad que las niega o ignora. A partir de la experiencia de El silencio de las moscas, creo que el cine puede llevarnos de la mano a procesar las pérdidas a través de la emoción que nos aporta.

Un buen ejemplo de esto, es el documental intimista Elena (2012) de Petra Costa, que nos ilustra cómo el cine puede servir de transición al dolor de la pérdida de un familiar, a través del despojo del lazo físico. Petra Costa, también antropóloga, sobreviviente del suicidio de su hermana, buscó a través de Elena, explorar la experiencia de la pérdida de su hermana, a quien no logró comprender sino después que emprendiera el viaje de realización de su documental. Para Costa emprender este proyecto de documental la llevó a asistir a un segundo funeral de su hermana, pero este, según ella, fue más cercano, más real.

Para Mercedes, participar en nuestra película era en parte una manera de pedirle perdón a su hija, por no haber hecho lo suficiente por salvarla. Convivir con esos fantasmas es doloroso y traumático para muchos. Representar eso en una película es también espinoso. En El silencio de las moscas no me bastó que Mercedes contara su testimonio sino además le pedí que lo reviviera a través de algunas puestas en escena (mise en scène). Fueron casi tres años visitando a Mercedes, y ya al final, al mostrarle el resultado final de la película, en una proyección privada, pude sentir su alivio, ella misma había reconstruido el relato de su vida y el de su familia.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Mi reflexión final tiene que ver con mis inquietudes al inicio de este artículo: la importancia que ha tenido para mí, desde el punto de vista metodológico-teórico, el abordar el suicidio en los Andes, a través de la capacidad sensorial que aporta la cámara. Más que un instrumento de recolección de datos la cámara me ayudó a reflexionar cada momento en ese intento de construir la información a partir de la interpelación que la misma me iba provocando. El poner la cámara delante de los personajes y crear momentos que me aportaran sensaciones me hizo doblemente responsable de esa relación que se crea con la gente que uno trabaja a fin de construir de forma compartida sus relatos.

Aun así, en mi caso esta reflexión también me dejó muchas veces indefenso ante enigmas como el silencio ante lo que no se entiende, ante lo irrepresentable de ciertos dolores humanos. Como decía una reseña sobre El silencio de las moscas: “quizá el cine no tenga las respuestas, pero al menos nos hace sentirnos menos solos”. Y así me sentí durante y al final del rodaje, sentí que estuve compartiendo un duelo colectivo cuando cada familiar me prestaba sus historias, los objetos de sus muertos, y a través de ellos y los sueños, conversaba también con los ausentes, y por un momento nos sentíamos acompañados, menos solos en este mundo.

BIBLIOGRAFÍA

  • Armas Jonay, “Reseña El silencio de las moscas”, en Caiman Cuadernos de Cine, Especial nº 3 (17), España, marzo 2014.
  • Bernhard Thomas, Relatos autobiográficos: el origen, el sótano, el aliento, el frío, un niño, Editorial Anagrama, Barcelona, 2009.
  • Eugenides Jeffrey, Las vírgenes suicidas, Editorial Anagrama, Barcelona,1994.
  • Guerriero Leila, Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico, Tusquets Editores, Buenos Aires, 2005.
  • James Henry, El altar de los muertos y otros relatos, Editorial Valdemar, Madrid, 1999.
NOTAS

1. Se refiere a la leyenda de Eréndira Ikikunari, una joven e intrépida mujer indígena que se levantó en armas contra los conquistadores españoles durante el siglo XVI Esta mujer pertenecía a los Purépecha, un grupo que aún vive en la región de lo que hoy es el estado de Michoacán. El cineasta Juan Mora Catlett llevó en 2007 esta historia al cine, en la película Eréndira Ikikunari (La indomable).

2. Los objetos de una veintena de historias de suicidio constituyeron el dispositivo al cual recurrí, en El silencio de las moscas, para buscar una conexión con los ausentes, en paralelo con los relatos de sus familiares. Buscaba a través de sus pertenencias y las evocaciones que éstas provocaban en los familiares, hacer una proyección hacia los ausentes, sus lugares, sus sueños, sus deseos, sus miedos. A través de la melancolía de los objetos buscaba traerlos de vuelta y que conversaran en primera persona con sus sobrevivientes.

ELIEZER ARIAS es profesor e investigador en el Centro de Antropología del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) en Caracas. Obtuvo su título de doctor en economía y desarrollo internacional en la Universidad de Bath, Inglaterra, también tiene una maestría en estudios del desarrollo de la misma universidad y un diplomado en documental de creación de la Universidad de Cuernavaca en México. Comparte su actividad académica con la realización de documentales etnográficos basados en sus investigaciones de campo. Se inició en el área visual en el 2007 con su primer largometraje documental Nuestra historia está en la tierra (2008) basada en la lucha de los pueblos indígenas de Venezuela por sus derechos territoriales y autonómicos. El silencio de las moscas (2013) es su segundo largometraje. Ha recibido tutorías en el área audiovisual de directores como Lucrecia Martel, Javier Corcuera, Guillermo Arriaga, Felipe Vega, Nicolás Echevarría, entre otros.

 
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