Zorro urbano: la amistad es un oasis

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Cada vez que me encuentro con el poeta Antonio Mora, muérgano chácaro enamorado de la vida, recupero el buen humor y hasta carcajeo como en tiempos mozos, cuando reír no costaba nada.  Lo digo a sabiendas de que Antonio no leerá estas líneas, pues poco lee la prensa en ese Bunker de panadero del alma por donde mora de cuando en vez por las mañanas. Lo revisa cada cuarto de siglo para descubrir que  no hemos cambiado nada, y con ese gesto de humor implacable sortea el mal gobierno de todos los días (y mire que ha visto ya a

Cada vez que me encuentro con el poeta Antonio Mora, muérgano chácaro enamorado de la vida, recupero el buen humor y hasta carcajeo como en tiempos mozos, cuando reír no costaba nada.  Lo digo a sabiendas de que Antonio no leerá estas líneas, pues poco lee la prensa en ese Bunker de panadero del alma por donde mora de cuando en vez por las mañanas. Lo revisa cada cuarto de siglo para descubrir que  no hemos cambiado nada, y con ese gesto de humor implacable sortea el mal gobierno de todos los días (y mire que ha visto ya a más de uno prometernos la felicidad eterna bajo el manto divino del progreso y la burrocracia…).

Antonio, el poeta Mora, ahora refugiado en un Castillo vuelto panadería, en la parte nueva de la destartalada villa de San Cristóbal (llena de huecos por doquier, basura que da pena ajena…), tomó por asalto ese bello y concurrido sitio, encuentro de vendedores de flores, maestros jubilados, banqueros venidos a menos, taxistas, perros callejeros que entran y salen en busca de un mendrugo piadoso,  jóvenes en diminutos pantalones rasgados (como si un funcionario cruel quisiera despedazar tan bellas y suaves carnes..). A través de ellos lee nuestro poeta la ciudad, con ellos se ríe del mundo cruel y atolondrado que nos habita.

Antonio-Mora

Ante tanto mercachifle barato que se aposenta a malponer al destartalado gobierno, el poeta saca con sorna su cáustica mirada crítica ante los oídos sordos del poder. Pasa por entre los parroquianos viejos y jóvenes, bellos y feos, gordos y flacos, y se sienta a leer distraído un Manual de Carreño como para provocar en los transeúntes los buenos y malos modales del comportamiento ciudadano que en tal mal estado se encuentra. Por estas calles anda el pícaro que se cuela para hacerse el  apurado porque se va de viaje,  el inversionista al que no le cuadran sus inversiones en pesos, el que vende a dólar libre raspado en la bonanza que se evapora. Y entre ellos esa figura tan rara, el poeta con un par de libros bajo el brazo, una coraza de guerrero que se pasea estoicamente entre el que grita, pisotea o paga por encima del otro para salir lo antes posible del enredo consumista.

Ahí en ese refugio contra el mal gusto citadino, sirenas a todo volumen, choques por andar mirando su último celular de moda, o estacionar contra corriente, ahí el poeta Mora descubrió con su andar parsimonioso, suave y elegante con esos tirantes fuera de moda que carga para demostrarnos que se puede vivir casi feliz en esta parte de la Venezuela fronteriza, donde nos reunimos a intercambiar libros, fotos familiares (hasta se hace tomar fotos instantáneas con las chicas del colegio que lo entrevistan para alegría de pocos y envidia de muchos…), bebernos un café sabroso de máquina y sobre todo alegrarnos con la grata experiencia de toparnos con éste zángano.

Varias veces le preguntamos “de qué va, poeta”, y como sabio antiguo responde salvado por la risa fresca y tierna como de un colegial fugado en el recreo escolar: nos mira con picardía de pájaro mañanero y nos suelta una bocanada de su canto andariego. Y dice. “Yo bebí y comí poco, el que viene atrás paga la cuenta por si acaso”. Y se pierde con su sombrero de feria, pantalón marrón obispo y su camisa dominguera dando saltos de zorro en este bosque urbano que habitamos bajo el cálido sol que nos baña misericordioso.

zorro libros

Otto Rosales Cárdenas
ULA – Grupo de investigación BORDES
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