Diálogo/Postdata

LIMBO, Publicación

En torno a un artículo de Armando Rojas Guardia (Diagnóstico y Prognosis) Leo con regularidad al poeta Rojas Guardia, cuya profundidad afectiva y densidad intelectual me cautivan y conmueven. He aprendido mucho de este escritor y pensador, celebro su presencia entre nosotros así como su participación activa en el escenario intelectual contemporáneo. Estuve leyendo hace poco un texto que publicó con el título de Diagnóstico y Prognosis, donde encontré algo que el poeta ha mencionado antes, su respeto por el poema Fracaso, de otro maestro venezolano, Rafael Cadenas. Comparto su admiración por este texto y percibo que en su lectura

En torno a un artículo de Armando Rojas Guardia (Diagnóstico y Prognosis)

Leo con regularidad al poeta Rojas Guardia, cuya profundidad afectiva y densidad intelectual me cautivan y conmueven. He aprendido mucho de este escritor y pensador, celebro su presencia entre nosotros así como su participación activa en el escenario intelectual contemporáneo. Estuve leyendo hace poco un texto que publicó con el título de Diagnóstico y Prognosis, donde encontré algo que el poeta ha mencionado antes, su respeto por el poema Fracaso, de otro maestro venezolano, Rafael Cadenas. Comparto su admiración por este texto y percibo que en su lectura Rojas Guardia toca una fibra muy sensible y crucial de nuestros complejos culturales cuando alude al fracaso de nuestro proyecto de país y su relación con el heroísmo, que tiene una presencia tan fuerte en nuestra historia.

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Pienso en los esfuerzos oficiales por sustituir emblemas de la cultura europea con la “auténticamente” americana, figuras de la epopeya independentista con imágenes de guerreros indígenas, o destacar personajes de la historia nacional antes más bien opacados en el discurso dominante, como Zamora. También la intención expresa de releer la muerte del Libertador como asesinato. Esto entre otros movimientos que se han venido dando para sacudir el imaginario simbólico de nuestro país en las últimas dos décadas.

Después me detuve a releer el artículo del poeta a partir de ciertas imágenes que me hicieron ruido y quedaron resonando en mi interior. Entré en diálogo con eso y se me ocurre ahora compartir la reflexión con un interlocutor, para que no quede en monólogo.

Primero, el sueño de un Winston Churchill venezolano. Ilusión mesiánica de un líder que “ahora sí” sería democrático y encarnaría el espíritu popular para dejar atrás el fracaso que somos y reconstruir a partir de las cenizas el nuevo reino.

Reflexionando sobre esa disonancia, en la relectura percibí una distancia personal con el monoteísmo cristiano que se expresa en el texto del poeta. Ciertamente Cristo es dios del amor e invita al reino de los cielos a los menesterosos y caídos. En contraste con el Jehová que le exige a sus seguidores que se identifiquen con el ideal de pueblo elegido y excluyan radicalmente al otro, Cristo invita a perdonarlo.

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Pero será bautizado en la nueva fe todo aquél que se arrepienta y reniegue de sus dioses. Aceptar al Dios del amor es desconocer la existencia del resto, abjurar del paganismo, escupir en las imágenes que hasta ahora se han idolatrado y no son más que falsos dioses. A través de ese acto de contrición, el otro puede ser incorporado, invitado a la fiesta del Señor, misericordioso, piadoso. Entiendo que hay un abismo entre la figura inspiradora de Jesús y sus seguidores, así como entre el místico y la institución, pero no puedo más que recordar las históricas manifestaciones de imposición de esta fe del amor.

Luego releí unos ensayos de Rafael López Pedraza (Santa Clara, Cuba, 1920 – Caracas, Venezuela,  2011) que se publicaron en los libros Ansiedad Cultural (2000) y Sobre héroes y poetas (2002). Sus apuntes sobre el conflicto de una conciencia monoteísta con un inconsciente politeísta, sobre las particularidades de una cultura construida sobre el destierro de imágenes para rendir culto a un dios único.

No tengo la erudición de López Pedraza, ni la de Rojas Guardia. Ni la economía discursiva del poeta Cadenas. Tampoco la sabiduría del digerir de esa erudición que se paladeó lentamente a lo largo de una vida. Me falta experiencia. Pero intuyo que hay peligro en utilizar la palabra “perdón”, que no está en sintonía con la actitud reflexiva que se evoca a partir de la conciencia de fracaso. Se perdona al pecador confeso, al converso, al asimilado, es decir al adversario derrotado. Así como se exigía de los críticos del estalinismo que declararan públicamente haber sido débiles y desleales para reincorporarlos al partido, hay quienes exigen que el “engañado” por la ilusión mesiánica chavista se pronuncie y se arrepienta. Si soy buen cristiano, debo ser misericordioso, no lincharlo, pues debe bastarme esa conversión para acogerlo de nuevo en el rebaño de los salvados y engrosar las filas de adeptos para la batalla.

También he estado leyendo recientemente a H.G. Gadamer (1900 – 2002), quien en Mito y razón (1993) argumenta que el desencantamiento o la desacralización del mundo que pregona el ideal de la Ilustración y sustenta la Modernidad, la entronización del mito de la Ciencia como verdad, abjurando del “oscurantismo” medieval y la “primitiva” animización de la naturaleza como etapas superadas, tiene en el Cristianismo su más cercano precursor. El Cristianismo se va construyendo como imperio sobre el destierro de todas las imágenes que rivalizan con su Dios celoso, que exige ser reconocido como única divinidad.

Recuerdo haber leído hace más tiempo a Carl Jung (1875-1961) comentar alguna vez sobre el catolicismo, que es afortunado de contar con la imagen sagrada de la Virgen, divinidad mediadora, más cercana al hombre que ese temible Dios masculino de las alturas. Esta figura es inexistente o disminuida en otras religiones del Libro.

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Soy latinoamericana y veo que en este subcontinente la imagen de la Virgen es poderosa y omnipresente a través de su representación con el Divino Niño, mucho más real y viva para nosotros que la madre que acompaña obediente el sacrificio del Jesucristo adulto, mártir de la nueva verdad que unos pocos siglos después de su crucifixión sería impuesta a sangre y fuego por todo Occidente. Los protestantes, con su lectura literal de la Biblia, su menosprecio por las imágenes y por lo femenino, parecen ser más peligrosos aún en su pureza. No puedo hablar mucho de ellos porque no los conozco bien, menos aún a los judíos fieles al Antiguo Testamento  y todavía menos a la cultura islámica. Ensayo apenas sobre lo que tengo más cerca y me mueve la ansiedad de dar forma a un conflicto profundo que percibo dentro de mí, sin acabar de entenderlo.

Vivimos en una tensión constante desde que la figura de Chávez hizo contacto con un complejo cultural venezolano, con un conflicto subterráneo que desde el Mito del Dorado gira alrededor del dinero y las diferencias de clase, ignorado por el “cheverismo” y el igualitarismo, suavizado por el flujo de los grandes ingresos que permitieron por tanto tiempo un ascenso social vertiginoso de muchos y la exclusión de otros, quienes esperaban su turno en la promesa del barril de petróleo para todos.

La epopeya chavista inicia con el horror del Caracazo, la intentona de derrocar al gobierno de CAP, el colapso posterior de ese gobierno, la idealización del héroe en prisión ante la desilusión nacional con el otrora glorioso AD (cuando yo era adolescente, decir «adeco» era un insulto, y los hijos de políticos reconocidos recibían un trato denigrante en sus colegios, lo que hoy se llamaría «bullying»), el entusiasmo colectivo por la posibilidad de construir una nueva forma de vivir y relacionarnos, incorporando a los sectores tradicionalmente excluidos en una izquierda supuestamente actual, de esta época. Recuerdo la construcción fantástica del “socialismo del siglo XXI” que atrajo a tantos intelectuales y estadistas, la redacción de una constitución nueva, nuestra, donde no olvido que hay participación de otro gran poeta venezolano, Gustavo Pereira. El entusiasmo de la mayoría se encontró con la resistencia de los sectores conservadores, inicialmente, y luego ha tenido que enfrentarse a la realidad de 18 años de corrupción, ineficiencia, personalismo, capitalismo de Estado, malversación de fondos, saqueo, derroche, consolidación de mafias salvajes por doquier, todo implosionando ahora en un desmoronamiento de la cáscara de la promesa revolucionaria, el vencimiento de la ilusión ante las innegables evidencias de un fracaso rotundo.

Pero este fracaso, en mi percepción, no está integrado aún a la conciencia profunda. El izquierdista sufre por lo que ve como una falla en la aplicación de un experimento social, y lo atribuye a la corrupción que ya estaba instalada en la idiosincrasia venezolana. La derrota es comprendida como el mal manejo de los individuos que detentaron el poder y malbarataron la oportunidad de una transformación verdadera, o por la debilidad de un pueblo manipulado por siglos de ideologización. O, peor aún, por los designios malévolos de los sectores derechistas que siguen manteniendo el poder invisible a través de los medios de comunicación masiva y urdiendo tramas maquiavélicas desde las alturas.

EL BUEN SALVAJE

Se consuela en algunos casos con la posibilidad de un reino de los cielos en el más allá del tiempo mítico, el paraíso perdido de los pueblos originarios, donde encuentran el refugio de un comunismo primigenio, ancestral, ecológico y virginal, artemisal (esto es mucho más fácil de soñar desde los restos arqueológicos de comunidades exterminadas que en la convivencia real con indígenas vivos, contemporáneos, tan míseros y crueles como cualquier citadino, como cualquier humano).

Esto en los mejores casos, porque en otros percibo un anhelo inconsciente de estar del otro lado, de perder definitivamente el Estado para abrazar de nuevo el lema de la causa perdida desde la lucha armada clandestina. La guerrilla sigue siendo un ideal, a pesar de los desastrosos resultados que ya conocemos de experiencias muy cercanas.

Hablo aquí de individuos reales de carne y hueso con los que interactúo, no de personajes que detentan un poder público y que apenas podemos ver por video o fotografía, mitificados, encarnando el rostro del Mal supremo, para muchos. Sobre ellos no puedo decir nada, son objetos de proyección masiva y trato de verlos lo menos posible, para evitar perderme en tentaciones reductivas u opiniones superficiales. Entiendo que más allá de los sujetos que lo encarnan, que pueden ser más o menos malvados o mediocres, como podemos serlo todos, el poder Estadal es violento por definición, cada uno a su estilo y con diferencias en cuanto al ejercicio de esa violencia.

Pero vuelvo a las personas concretas que conozco realmente. Entre los identificados con lo que llaman “la revolución”, percibo un malestar por encontrar de “su” lado, el lado romántico de los históricamente vencidos, al gobierno y la fuerza policial y militar. Es de una incongruencia tan absurda que ha desestructurado a muchos y los tiene paralizados; otros lo niegan de plano y pueden defender lo indefendible tras una fachada de superioridad moral, aferrados a sus principios, por coherencia y lealtad; algunos han huido, para alejarse del conflicto. Hay quienes me impresionan en su reciente “conversión” al otro bando, pues como buenos conversos son más violentos aún en su repudio de la fe abandonada, en su odio visceral a la ideología que hace poco todavía pregonaban orgullosos. En cuanto a las armas, ellas no tienen alma y pueden cambiar de lealtad con una facilidad asombrosa.

El conservador, el derechista, sufre por la pérdida de la ilusión de un país cosmopolita, por la destrucción de las instituciones modernas, por el deterioro de todos los signos de progreso e ilustración que habíamos alcanzado como nación y que el chavismo ha desarticulado. “Cuando éramos felices y no lo sabíamos”. No hay ningún cuestionamiento al vencimiento de ese modelo anterior que añoran. Sus fisuras, que permitieron la entrada en la escena política del chavismo, son entendidas igualmente como errores de los individuos que administraron el poder, pero en líneas generales se considera que “íbamos bien”. El fracaso actual de otro proyecto de país se entiende como el infortunio de que se permitiera llegar al poder político a “lo peor” de nuestra sociedad, a los “resentidos” y “marginales” (no marginados), que ahora demostraron su incapacidad para gobernar y hay que luchar por expulsarlos, por erradicarlos definitivamente, hasta la muerte (preferiblemente la de «ellos», pero también estamos dispuestos a sacrificar mártires de «nuestro» lado por el bien de la causa).

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Se busca desesperadamente al nuevo líder que encarne este sentimiento masivo, que incorpore la contrición colectiva por haber dudado de los ideales de la meritocracia y la Modernidad, por haber soñado con la locura de que hay otras formas posibles. El mesías que vendrá a instaurar el Orden y el Progreso, a volver a montarnos en el tren del cual nos hemos descarrilado hace 18 años. El consuelo ante el sufrimiento es la ilusión de que aunque con “esfuerzo, sudor y lágrimas”, ese paraíso perdido volverá, ahora nos ganaremos el reino de los cielos con trabajo, como siempre debió ser. Mientras más pronto logremos expulsar al enemigo, más pronto podremos iniciar la tan ansiada reconstrucción y reinstitución del Orden.

En estas posiciones, que percibo en la inmensa mayoría de personas que me rodean, no siento que haya una reflexión profunda, una verdadera conciencia de fracaso. Ni integración de distintas perspectivas, ni esfuerzo sincero por escuchar al otro y reconocerlo como parte esencial de este país tan heterogéneo. Seguimos en el delirio paranoide que nos impide alcanzar una auténtica conciencia trágica. Hay dolor, como no. Sufrimiento, incluso. Según el caso nos han tocado distintas heridas: violencia, muerte, enfermedad, pobreza, deterioro de la calidad de vida o pérdida de la ilusión de un estatus previo, en general un estado de descenso que puede ser un inicio de la conexión con la tierra y el cuerpo que tanta falta nos hace. Pero conciencia trágica, lo dudo. Transitamos entre la paranoia y la histeria colectiva, persiste la ilusión de que el país se “salve” con la victoria, con el triunfo del bien sobre el mal, con el aplastamiento de la disidencia (no logro discernir cuál lado podrá imponerse definitivamente en un futuro cercano, en este momento se me hacen igualmente probables y aterradoras ambas alternativas). Cada quien se hace su imagen de ese triunfo: unas son más sanguinarias y vengativas, otras más románticas y misericordiosas. Pero no veo disposición a la duda, al cuestionamiento de los propios valores y percepciones, por ningún lado. Y eso se me hace muy peligroso.

Escribo esto en plena conciencia de estar imbuida del mismo fanatismo que me asusta. La ilusión de ser lúcida en medio de la locura colectiva, es otro tipo de locura. Heredera de la tradición cristiana y también de la Ilustración, una parte de mí se constituye en juez, en crítico implacable de la doxa, de la masa indiferenciada sobre la que busco demarcarme. Las imágenes que me atormentan y perturban el sueño estos días son las del linchamiento. Empezaron como recuerdos inquietantes de verdaderos linchamientos actuales, manifestaciones de furia desatada contra lo que el colectivo indiferenciado llama “colectivos”, sin diferenciar. Han seguido imágenes de horror de la dictadura chilena que siguió a otro experimento socialista fallido, de los fusilamientos de la disidencia cubana, de las purgas estalinistas, del campo de concentración nazi y el gulag soviético…  Ahora la imagen que más se repite y le doy vueltas a diario, es la de la quema de brujas.

Tiempo de quema

El aparente anacronismo de esa imagen, que no pertenece a mi historia cercana, me llama la atención. El profundo malestar ante mi visión obsesiva de las llamas y las turbas ciegas, que siento ahora tan pertinente, el pánico que me genera, me indica que estoy atrapada en el delirio del mártir o cuando menos evocando a la figura de Casandra, profeta del desastre, condenada a ser desoída y descreída. Muchos se han identificado con este personaje. Es otra forma de locura, hubris, menosprecio de los dioses. Lucho contra ese orgullo, con gran dificultad. Escribiendo esto siento que le doy forma a un conflicto inconsciente y hago un gran esfuerzo por digerir y aceptar dentro de mí aquello que he venido sintiendo tan ajeno. Soy parte de esta cultura, de este fracaso, y como tal me acechan los mismos fantasmas y sufro de la misma enfermedad. Cada individuo la sufre a su manera.

Me esfuerzo por tomar una cierta distancia con el pensamiento de que esta es la historia cíclica de la humanidad, la lucha de los dioses, la guerra de las imágenes. Estaremos entronizando a una u otra alternativamente, y cada una pasará por su proceso de descreimiento y destierro, para ocupar la retaguardia, hasta que vuelva su momento oportuno y evolucione de nuevo en poder instaurado, hasta anquilosarse y exigir renovación. Pero lo sufro, terriblemente, pues vivo este momento en este tiempo y estas circunstancias, no puedo más que sentirlas. Cualquier intento de dilucidar se encuentra impregnado de emoción. Pretender decir algo lúcido en medio de este ruido ensordecedor que nos rodea, y sobre todo declamarlo al púlpito, es una gran soberbia. Presiento que mi Dios es el de la Razón, que mira desde las alturas estos otros cultos como formas de locura ajenas, incomprensibles, sin reconocer la propia. Pero hay que ver que el ateísmo como religión, la entronización de la racionalidad, ha hecho tanto daño como las sectas que pretende erradicar. Al desconocer la posibilidad de existencia de cualquier verdad, se pone a sí misma en entredicho y se supedita a valores históricos culturales, al dinero, al poder político (esta idea la tomo de Gadamer, de nuevo). No existe razón absoluta y pura. Quizá haya que ver la razón como otro mito, otro discurso, otro relato sobre el mundo que nos dice de aspectos (otros) muy importantes de lo humano, y cae en el mismo peligro de ser reductivo cuando pretende tachar al resto de relatos como mitos en su acepción convencional de fabulaciones engañosas y manipuladoras. Que es su forma de llamarlos impíos. Las curanderas quemadas por brujas, los alquimistas, científicos y artistas visionarios que fueron víctimas del castigo por atreverse a pensar diferente, se erigen entonces como los mártires de esta secta. Es la imagen que ahora logro ver claramente dentro de mí y que me ha permitido profundizar en esta lectura y reconocer sus posibilidades de ampliación y enriquecimiento. En lugar de contraponer mi visión racionalista para entrar al debate denigrando de las posiciones de otras personas que me rodean, con sarcasmo y violencia, me estoy proponiendo un duro ejercicio de empatía, de darle cabida a esos dioses, de reconocerlos como presencias que me habitan tanto como al resto de la humanidad, aunque ocupen el lugar de la sombra, desde donde pueden ser más nocivas proyectadas afuera que si procuro darles una participación consciente en mi vida.

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Y así, me permito algo que a mi mente racional le habría sido imposible hace apenas días. Imagino y procuro aceptar dentro de mí a la Virgen María y a otras deidades femeninas americanas y africanas, pienso en el sincretismo religioso latinoamericano y el catolicismo venezolano “light” con más respeto, intentando conectarme con su sentido y razón alógica. Siento que hay algo de eso que nos contiene, que ha enlentecido la declaración de guerra que se viene gestando hace unos cuantos años y nos mantiene en una tensión agobiante. Además de compartir la violencia inherente a la especie humana, nuestra cultura tiene sus características particulares, y en ellas hay posibilidades de contención. Digamos que la «salvación» posible que vislumbro es material, inferior y corpórea, interior y no externa, pequeña y no grandiosa. Lejos de las añoranzas de nuevos líderes que «ahora sí…» Siento que la imagen de la madre y el niño puede servir de contrapeso a la madre del héroe mártir. La diosa más terrestre, que sí tiene cuerpo y ama, que no es capaz de entregar a su hijo a la gloria inmortal porque su amor es incondicional y no exige grandezas. Porque lo prefiere vivo y mediocre, fracasado, es decir humano, que de bronce. Porque no hay verdad, justicia ni gloria que valga el sacrificio de la vida, porque el alma está en el cuerpo y el amor sin cuerpo es insustancial, puro espíritu abstracto, desalmado. A esas figuras arquetipales apuesto y prendo mis velas, con auténtica veneración, sin ironías. A todas las formas de la Virgen María que evocan antiguas diosas americanas y africanas, a La Divina Pastora, La Virgen de Coromoto, La Candelaria, la Virgen del Valle, la Virgen de Fátima, la Virgen del Socorro, la de la Consolación, la Chinita de Maracaibo y también a María Lionza, diosa mestiza, una de las –muchas-  posibles imágenes de la integración que siento necesaria en nuestro vivir cotidiano y que invoco en este momento que se me hace de extremo peligro, de alejamiento de la realidad y menosprecio de la vida en un frenesí heroico.

En este momento de interpelaciones furiosas, de juicios públicos y exigencia de lealtades, de pronunciamientos y sentencias, un primer impulso ha sido declararme por el Dios Razón y cantar el error y la locura de otros dioses. Pero la visión repentina de mi propia locura me ha detenido y me tiene incubando un giro en la perspectiva que había sostenido hasta ahora, vengo renunciando a esa afiliación desde hace algunos días, permitiendo que penetre en mí la posibilidad de la duda, no de la duda ante la verdad de los otros, que no basta, sino de la mía. El cuestionamiento de mis propias certezas. El abandono de la convicción de que mi visión es la correcta. El reconocimiento de la validez de esas otras lecturas y su importancia, su sentido, su pedazo de verdad.

Me propongo ver más allá de esas etiquetas reductivas de izquierda y derecha y encontrar la verdad en las personas que veo frente a mí.

Reconocer la honestidad, no del funcionario que defiende su puesto,  sino de quien exige la justicia de una inclusión real, radicalmente distinta a la limosna, de quien se la juega por la utopía y se rehúsa a aceptar las antiguas jerarquías que considera obsoletas, de quien se niega a la hipocresía social y tiene la valentía de proponer otras historias y otras formas aunque causen escozor.

Reconocer la verdad en quien defiende su experiencia con algún proyecto comunitario específico, su lealtad a un proceso de transformación cultural que ha vivido directamente.

Y reconocer también la honestidad del ciudadano que protesta por la destrucción de su capacidad adquisitiva, de la seguridad personal en nuestras calles, de la calidad de vida en general, la verdad de su furor indignado ante la negación oficial de la decadente realidad cotidiana.

Reconocer la verdad del asalariado que está de brazos caídos demostrando que le da igual ir o no a trabajar porque todo aumento se vuelve sal y agua. De quien haya sufrido enfermedades en estos últimos años, propias o de familiares, junto con la pesadilla de buscar cumplir un tratamiento.

Reconocer la verdad de quien produce lo que come, de quien se gana la vida día a día y solo puede sentir desesperación ante calles trancadas, mercancía perdida o el pavoroso sonido de las piedras contra sus vitrinas .

Ninguno es más o menos pueblo que el otro. Pueblo somos todos. Lo único que no es pueblo es el Estado (Aunque detrás de los uniformes y los cargos hay sujetos humanos, también, con vida cotidiana y con familia. Qué fácil olvidarlo. Pero a tanto humanismo hiperracional cuesta más llegar, se quedará ese intento para otra ocasión).

El relativismo postmoderno desconoce la existencia de la verdad y en ese descreimiento generalizado se ha perdido algo muy valioso, que busco rescatar dentro de mí. A pesar de la resistencia intuyo que allí está, escondido y relegado. Sigo desconfiando de las proclamaciones de una sola verdad, pero empiezo a aceptar que sí hay verdades en cada una de estas sectas, que seguirán reclamando ser oídas eternamente porque hay sentido en sus mitos, en sus distintas formas de entender la justicia y el mundo en general. Y ya que no puedo declarar mi fe a ninguna y he renunciado incluso a mi fe en la Razón, que me sostenía en mi soberbia tratando de comprender lo incomprensible, ante mi fracaso debo aceptar que hay sentidos que escapan a toda lógica, verdades no racionales y no por ello menores.

maria lionza para web

En este fracaso que me inunda, apuesto más bajo ahora, sin comprender, por empezar a construir una lealtad con la vida. Encontrando una verdad primordial en la vida cotidiana, pequeña. Una lealtad hasta ahora no cumplida, reconozco que me falta sentido común y dedicación a mi vida en la tierra, en este cuerpo y en estas circunstancias y el tiempo que me tocó vivir. Con mis afectos específicos, mis aficiones y mi oficio particular, mi vida expresada día a día en mis pequeñas acciones y obras perecederas. Me propongo desde ahora luchar (con gran esfuerzo y sabiendo que es una lucha casi perdida) por renunciar a expectativas grandiosas futuristas tanto como a nostalgias románticas del pasado, y centrarme en el día a día. Esa es la verdad y el sentido que busco en este momento tan difícil. El sentido más profundo en lo más sencillo. Es esa la vida que me interesa. No la inmortalidad. No soy de bronce. Lo repito como conjuro.

Fania Castillo

P.D. Agrego como postdata dos citas de un sacerdote indio, que he encontrado en este camino de indagación, profundizando en mi reflexión a través del diálogo con mis alteridades interiores y con interlocutores realmente otros. Las he recibido de otro filósofo cristiano católico, Jonatan Alzuru:

«El místico regresó del desierto. ―Cuéntanos, le dijeron con avidez, ―¿Cómo es Dios? Pero, ¿Cómo podía él expresar con palabras lo que había experimentado en lo más profundo de su corazón? ¿Acaso se puede expresar la Verdad con palabras? Al fin les confió una fórmula –inexacta, eso sí, e insuficiente- en la esperanza de que alguno de ellos pudiera, a través de ella, sentir la tentación de experimentar por sí mismo lo que él había experimentado. Ellos aprendieron la fórmula y la convirtieron en un texto sagrado. Y se la impusieron a todos como si se tratara de un dogma. Incluso tomaron el esfuerzo de difundirla en países extranjeros. Y algunos llegaron a dar su vida por ella.

Y el místico quedó triste. Tal vez habría sido mejor que no hubiera dicho nada». (De Mello, El canto del pájaro, 1982/2003, pág. 46)

«El explorador había regresado junto a los suyos, que estaban ansiosos por saber todo acerca del Amazonas. Pero ¿Cómo podía él expresar con palabras la sensación que había inundado su corazón cuando contempló aquellas flores de sobrecogedora belleza y escuchó los sonidos nocturnos de la selva? ¿Cómo comunicar lo que sintió en su corazón cuando se dio cuenta del peligro de las fieras o cuando conducía su canoa por las inciertas aguas del río? Y les dijo: ―Id y descubridlo vosotros mismos. Nada puede sustituir al riesgo y a las experiencias personales. Pero, para orientarles, les hizo un mapa del Amazonas. Ellos tomaron el mapa y lo colocaron en el Ayuntamiento. E hicieron copias de él para cada uno. Y todo el que tenía una copia se consideraba un experto en el Amazonas, pues ¿no conocían acaso cada vuelta y cada recodo del río, y cuán ancho y profundo era, y dónde había rápidos y dónde se hallaban las cascadas?

El explorador se lamentó toda su vida de haber hecho aquel mapa. Habría sido preferible no haberlo hecho.

Cuentan que Buda se negaba resueltamente a hablar de Dios. Probablemente sabía de los peligros de hacer mapas para expertos en potencia».

(De Mello, El canto del pájaro, 1982/2003, pág. 48)         .              
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