Película El regreso (Reseña)

Cine

Por José Romero Corzo Dirección: Andrey Zvyagintsev. País: Rusia. Año: 2003. Duración: 106 min. Interpretación: Vladimir Garin, Ivan Dobronravov, Konstantin Lavronenko, Natalia Vdovina. Guión: Vladimir Moiseenko y Alexander Novototsky. Producción: Dmitri Lesnevsky. Música: Andrey Dergatchev. Fotografía: Mikhail Kritchman. Montaje: Vladimir Mogilevsky. Dirección artística: Janna Pakhomova. Vestuario: Anna Barthuly. La elección de “El regreso”, para un ciclo cinematográfico sobre el padre (que se dio en el Museo del Táchira este año) ha sido, en mi experiencia de cinéfilo, una auténtica revelación de las infinitas posibilidades artísticas del discurso audiovisual. Desde la microsecuencia inicial, con la cámara submarina dando cuenta del bote

Por José Romero Corzo

Dirección: Andrey Zvyagintsev. País: Rusia. Año: 2003. Duración: 106 min. Interpretación: Vladimir Garin, Ivan Dobronravov, Konstantin Lavronenko, Natalia Vdovina. Guión: Vladimir Moiseenko y Alexander Novototsky. Producción: Dmitri Lesnevsky. Música: Andrey Dergatchev. Fotografía: Mikhail Kritchman. Montaje: Vladimir Mogilevsky. Dirección artística: Janna Pakhomova. Vestuario: Anna Barthuly. ree La elección de “El regreso”, para un ciclo cinematográfico sobre el padre (que se dio en el Museo del Táchira este año) ha sido, en mi experiencia de cinéfilo, una auténtica revelación de las infinitas posibilidades artísticas del discurso audiovisual. Desde la microsecuencia inicial, con la cámara submarina dando cuenta del bote naufragado, sepulto en las aguas marinas, cubierto de algas, quedé prendado y prendido por la poíesis plutoniana plasmada en la sintaxis fílmica del director Andrei Zvyagintsev. Y llamo poíesis plutoniana a esta propuesta estética que, valiéndose de elementos cosmológicos como el agua y el desolado paisaje siberiano, conectan nuestra pisque con los predios mitosimbólicos de la Estigia, el Aqueronte, el Cocito, el Leteo y el Flegetón, pues en este film, el mar o, en general, las aguas y el paisaje, no son, según mi hermeneusis imaginal, del dominio neptuniano, sino del ámbito chtónico de Hades.   Y quedé prendado, porque, en la referencia inicial al paisaje submarino, el film nos permite un ingreso a las profundidades oscuras del alma humana, donde, en definitiva, acontece el periplo mitosimbólico de los tres personajes viajantes, planteado paradigmáticamente en el rodaje. Quedar prendado no es sino el haber sido raptado por el ámbito numinoso de Hades-Plutón/Perséfone-Proserpina, y por todo el séquito del inframundo. El periplo constituye, por lo tanto, en el filme, una verdadera Nekya, es decir, un lentísimo descenso al inferus de la psique humana. En el filme de Andrei Zvyagintsev, la cámara adquiere un carácter análogo al de Hermes Psicopompo, el dios griego conductor de las almas al submundo. Este carácter hermético nos lleva a pensar que el cine, como lenguaje artístico, a veces, puede cumplir una función genuinamente hierofantica, por ser capaz de revelarnos las verdades más profundas del ser humano, y permitir el contacto con los dioses y daimones que, poblando en los lugares más recónditos del alma, actúan sigilosamente en nuestras vidas, sin que cobremos conciencia de ellos; quizás porque la consciencia solar (diurna) se atiene sólo a la superficialidad de los fenómenos visibles a la luz de la razón calculadora, cómodamente instalada en lo más externo de la vida humana. Resulta paradójico para la razón diurna pensar que un dispositivo tecnológico como la cámara pueda aproximarnos al mundo de Hades, si, como lo indica Enrique Esquenazi, este enigmático dios y su reino, de acuerdo con la etimología de su nombre, son invisibles: A-Ides sería lo que no se ve, lo que nunca se presenta como ‘aspecto’ y en este sentido lo ausente. Lo ausente en el mundo de las presencias, de lo manifiesto. Si está presente, está presente en lo invisible y solo puede estar presente para lo invisible. Sólo está presente desde lo invisible, pero en lo visible no está. Por lo tanto sólo puede presentirlo aquello que en nosotros es invisible, lo que en nosotros no se ve. Aquello que en nosotros no se ve está esencialmente vinculado a Hades y en este sentido Hades rige lo que no se ve. Se podría decir que Hades rige lo que no se ve porque está debajo, no está en la superficie: Hades no es un dios de superficies sino que es de profundidad”. (Esquenazi, 2004) Sin embargo, en “El regreso”, la cámara nos aproxima a ese ámbito invisible del dios. Ahora bien, la paradójica epifanía de Hades se produce en el filme desde una lógica, es decir, mediante la adecuación artística de elementos visuales distintos como cromatismo, luz, contraste, brillo, saturación, perspectiva, profundidad de campo, focalización, encuadre, angulaciones, planos, recorridos y posiciones de cámara, vestuario, acciones de actores y actrices, puesta en escena en locaciones vetustas y ruinosas, entre otros; así como de los recursos audiofónicos empleados para conformar la diégesis cinematográfica, en la banda sonora, mediante efectos que alcanzan, sin lugar a dudas, en su conjunción, una realzada estética de lo sublime. En efecto, tal como lo indica Umberto Eco en su Historia de la belleza (2004), desde Longino, lo sublime es una categoría estética cuya definición postula una belleza extrema, que produce en quien la percibe un innegable naufragio de la racionalidad, generando en el lector-espectador una identificación total con el proceso creativo del cineasta en este caso, y un inquietante goce estético que colinda con el dolor. Así, en “El regreso”, lo sublime alcanza lo puramente bello produciendo más dolor que placer. Según Longino, lo sublime corresponde al último estadio del amor platónico, en el que no se ve la belleza, sino que nos sumergimos en ella, como si estuviésemos en el fondo de un “océano de belleza”. (Eco, 2004) jnlkjkl La poíesis cinemátográfica de Andrei Zvyagintsev, nos lleva a experimentar el sentimiento más acendrado de lo sublime como un absoluto desbordante, y este sentimiento, para la comprensión kantiana, se produce cuando contemplamos la Naturaleza, percibiendo que ella sobrepasa nuestras capacidades racionales, debido a su inconmensurabilidad. En palabras del mismo Kant: El sentimiento de lo sublime es […] un sentimiento de displacer debido a la inadecuación de la imaginación en la estimación estética de magnitudes respecto a la estimación por la razón, y a la vez un placer despertado con tal ocasión precisamente por la concordancia de este juicio sobre la inadecuación de la más grande potencia sensible con ideas de la razón, en la medida en que el esfuerzo dirigido hacia éstas es, empero, ley para nosotros. (Eco, 2004: p. 68) Esta proposición filosófico-estética, está presentada en el filme mediante la llamada, por Roman Jacokbson, función emotiva del discurso (así como en su función poética), por cuanto a través del registro iconográfico del paisaje siberiano, caracterizado por parajes inmensos y desolados -en donde los dos adolescentes y el padre realizan las singladuras de su periplo-, el cineasta nos comunica su propia experiencia estética de lo sublime. De allí que, nuestra personal recepción del texto fílmico, entra en resonancia mesmerística con la imantación por lo sublime presente en las imágenes del paisaje que exhibe la enorme fuerza de la Naturaleza, unas veces turbulenta, y otras veces, sosegada; cuyos matices grisáceos también nos sobresaltan por sus fúnebres simbolismos. Siguiendo la lectura kantiana, combinada con la hermenéutica de Ricoeur y la semiótica de Eco aplicadas al filme, podríamos afirmar, sin ambages -y sin desdeñar lo sublime matemático también presente-, que se trata de lo sublime dinámico, scópico y acústico (por ser un texto audiovisual), aunque, desde luego, no como la fuerza real y efectiva de la Naturaleza que amenaza nuestra integridad física, sino como la triple mimesis señalada por Paul Ricoeur en Tiempo narración (1995), inherente, en nuestro caso, al relato cinematográfico. Traigo a colación la mimesis, por cuanto, desde Platón, el arte ha sido considerado en el pensamiento occidental como simulacro o copia de la Naturaleza. Ricoeur, de acuerdo con su propuesta hermenéutica neoaristotélica, nos indica que la mimesis en la narración se da en tres grados: el primero en el proceso empírico de producción del texto, el segundo en el texto producido y el tercero en la recepción del texto por parte del lector-espectador, coincidiendo, con la intentio auctoris, la intentio operis e intentio lectoris de Umberto Eco, en su ya clásico Lector in fabula (1981). Continuando con la lectura de lo sublime, en “El regreso”, podemos experimentar efectivamente un hundimiento psíquico templado, parsimonioso, (pero hundimiento al fin), al que nos lleva progresivamente el rodaje desde el inicio hasta el nudo y fatal desenlace de la historia trágica resuelta artísticamente, en alusión metafórica y metonímica al insigne mitologema de Edipo asesinando a su padre. Sin ser muy exhaustivos en la aplicación del análisis narratológico, podemos segmentar el discurso fílmico en dos breves secuencias narrativas, a fin de argumentar un poco más sobre la poética de lo sublime (o, si se quiere, del duelo y la depresión) presente en “El regreso”: En primer lugar, nos encontramos con la prueba de valor del niño Iván, que culmina con el fracaso al intentar, sin lograrlo, el salto al mar desde la torre de la playa para demostrar su arrojo; por cuanto la temática en esta secuencia se plantea en torno a las isotopías del coraje y valentía viriles de los adolescentes, como signo de haber adquirido la madurez emocional del varón adulto, en esa suerte de rito de paso que constituye el salto al agua desde la más elevada altura de la torre. En esta secuencia, aparece la figura materna en su rol de protectora (e imago femenina freudiana del triángulo edípico), para rescatar al niño del peligro inminente. Aquí, la inmensidad del paisaje marino frente al niño que teme regresar a su casa, quedándose solo hasta llegar el ocaso del día, por miedo al escarnio público del que podría ser víctima por parte de sus amigos, nos conecta, ya desde el principio, con el sentimiento de lo sublime. Por ejemplo, siguiendo la taxonomía que expone Arthur Schopenhauer en el capítulo 39 de El mundo como voluntad y representación (2009), podemos observar las gradaciones planteadas por este filósofo sobre dicho sentimiento estético: la luz opaca de la tarde lanzando sus destellos mortecinos en el malecón y que parece ser devorada por las aguas negruzcas del mar, la infinita línea del horizonte en que se funden el mar y el cielo con sus nubes grises, la playa inmensa y desolada con la imagen del niño acurrucado, oteando temeroso la lejanía del horizonte en la inmensidad de la extensión. Todas estas imágenes, siguiendo a Schopenhauer, nos hacen sentir lo sublime en una escala que va de lo más débil a lo más completo, provocando en el observador placer por el conocimiento de su propia insignificancia y de su unidad con la Naturaleza. Esta experiencia de lo sublime, como puede verse, resulta análoga a la visión estética de Nicolás Boileau, para quien esta categoría estética constituye aquello que “eleva, rapta, transporta”, dirigiéndose más al sentimiento que a la razón. Siguiendo ahora a Edmund Burke en su Indagación filosófica sobre el origen de las ideas acerca de lo sublime y lo bello (1995), podemos afirmar que lo sublime, presente en “El regreso”, se manifiesta como un temor controlado que atrae al alma del espectador, a través de registros fotográficos, encuadres y campos visuales del paisaje siberiano, cuyas cualidades son la inmensidad, el infinito, el vacío, la soledad, el silencio. Según Burke, el sentimiento de lo sublime se experimenta como “asombro sin peligro”, no exento de temor, que puede llegar a apreciarse como si lo visto y oído fuera real. En “El regreso”, de igual forma, está plasmada, con artística sutileza, la categoría estética de lo “patético”, propuesta por Burke, proveniente de experiencias estéticas de la oscuridad, el infinito, la tormenta, el terror. Así, la conjunción de lo sublime y lo patético, presentes en filme, producen en nosotros una “purgación” o catarsis, aunque no ya en el clásico sentido aristotélico, sino en una contextura pagana y judeocristiana, por el anhelo de expiación de la culpa edípica mezclada con la culpa occidental por el holocausto de Cristo, común, desde Dostoievsky, en sensibilidad artística rusa, tal como pude inferirse de la secuencia analizada a continuación. En segundo lugar, nos topamos con la anagnórisis aristotélica producida en el encuentro del niño Iván con su padre, quien yace dormido en el lecho (como cita intertextual del cuadro Lamentación sobre el Cristo muerto de Andrea Mantegna), y quien ha aparecido de súbito -en la casa donde Iván vive con Andrei (su hermano mayor), su madre y su abuela-, luego de doce años de misteriosa ausencia. En esta secuencia, donde se nos muestra el entorno desvencijado de la casa y, en particular, del dormitorio donde yace dormido el padre, semidesnudo, cubierto de los tobillos a la cintura por una sábana de acuoso raso azul, con el cuerpo tendido de forma casi perpendicular al espectador en un violento escorzo, e iluminado por un casi nocturno contraste de luces y sombras, con el empleo de la violenta perspectiva y la distorsión de los detalles anatómicos -en especial el tórax-, contribuye, en el conjunto total de la imagen, al efecto sobrecogedor que concluye en los rasgos de la cabeza, inclinada e inmóvil, produciéndonos una intensa sensación de muerte, desvalidez, soledad y vacío, como si todo en derredor emergiera desde un ensueño funesto para sucumbir luego en la Nada, en el momento más inesperado. Esta sensación de hundimiento no es otra que la de un síntoma evidente de duelo y depresión: una hondonada, un foso que de pronto se abre enteramente en nuestra psique, trayéndonos inexorablemente al reino sombrío de Plutón, por la oquedad profunda que va cavando en nuestra alma éstas y las subsiguientes secuencias del filme.

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Como lo ha señalado Esquenazi, nuestro descenso psíquico al reino de Plutón se produce por caída. Y en el filme experimentamos un hundimiento psíquico, una caída, acompasada por los sonidos y las imágenes mortuorias, pues siempre que aparece Hades-Plutón, su epifanía va acompañada de un sentimiento de pérdida, duelo, dolor, inanidad, desvalidez. La epifanía plutónica operada en el relato cinematográfico, nos revela que la muerte no es un fenómeno diferido, no es sólo un acontecimiento que vaya a ocurrir a posteriori en el desenlace trágico de la diégesis fílmica, sino una dimensión plutoniana, que impregna todo el texto fílmico desde el principio hasta el fin, como un hecho incomprensible para la razón apolínea. Así, “El regreso”, nos instala en el ámbito intemporal del más allá plutoniano, por cuanto, aunque la fenomenología de la conciencia del tiempo, inmanente a la poética del film, acontece en el devenir stásico marcado por nuestra percepción lógica ordinaria del orden temporal, su misma configuración estética nos sitúa en lo intemporal de Hades, haciéndonos sentir, desde el inicio, la gélida caricia y el taciturno llamado de la muerte. No quiero terminar estas líneas sin referir la profunda tristeza sentida hoy, al leer en movietimes.com que, el mismo año del estreno de “El regreso” (2003), coincidió con la prematura muerte de Vladimir Garin, (el muchacho que actuó en el filme como el hermano mayor del niño Iván) al perecer ahogado en el lago Osinoveckoe, a 69 km de San Petersburgo, cuando apenas contaba con 16 años de existencia, en este nuestro mundo sublunar de los mortales.    
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