Mujeres, la preservación de lo esencial

Música, Publicación

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En torno a ellas se cobija todo cuanto merece ser preservado. Significativos testimonios de las manifestaciones tradicionales venezolanas, encontraron  un manto invaluable en mujeres que, de un modo instintivo, protegieron  las narrativas y afirmaciones desde donde se yerguen y conforman los distintos grupos humanos que hacen vida en el país. Los códigos contextuales y las posteriores declaratorias de pertenencia cultural se han alimentado bajo su resguardo, gracias a  lo cual ha sido posible una confirmación  permanente capaz, entre otras cosas, de afrontar estoicamente los avatares de la historia en este territorio.

El sentido de pertenencia es, sin lugar a dudas, un eje primordial en el desarrollo de las sociedades humanas, de ese acuerdo común germinan musicalidad e innumerables expresiones creativas; desde ese marco se conjugan los pueblos, estampan sus bordes transformados una y otra vez al paso del tiempo. En este sentido, las mujeres han jugado un papel fundamental en la elaboración y preservación de los tejidos sociales, nutridos desde la creación y la memoria. Observar su protagonismo y ocultamiento puede esbozar los conceptos patrilineales y en menor medida ambilaterales que han regido las distintas culturas  acá desarrolladas.

Si bien las expresiones tradicionales de los pueblos no escapan a los imaginarios masculinos impuestos para ejercer dominación de género, podemos notar que en nuestras culturas emergentes herederas del esclavismo, en ese infinito delta que conforman las diversas  expresiones mestizas de Venezuela, la preeminencia y rol protagónico de la mujer es mayor que en otros lugares del mundo. Pese a estar lejos de la equidad, en Venezuela las mujeres nutren y preservan los aspectos decisivos y sensibles de una identidad cultural que perdura más allá de las adversidades sorteadas desde el advenimiento del coloniaje. 

La conquista nos adjuntó el argumento milenario del pensamiento occidental. De aquellas naves desembarcó una furia que impuso su visión del mundo: posturas ajustadas a una teogenética convenientemente masculina, que se adaptaba muy bien a las crueles intenciones de dominación.. Todos los testimonios que describen de algún modo la existencia y el desarrollo cotidiano de los pueblos originarios pasaron por las manos de los invasores, por tal motivo, la veracidad de estos relatos estará siempre en duda. Investigaciones desarrolladas recientemente por la antropóloga Beatriz Barba (México) han revelado que el popol vuh sufrió una progresiva disminución de diosas femeninas,  sobreviviendo hasta nuestros días únicamente la diosa Ixmukané; esto contrasta en gran medida con la multiplicidad de representaciones sobrenaturales de género femenino que perduran en los pueblos originarios, cuya historia no fue descrita durante el periodo colonial.

En las comunidades indígenas de las regiones más apartadas de la geografía de Venezuela, sobreviven un sin número de leyendas heroicas adjudicadas a entidades femeninas o a mujeres notables que hicieron vida y dejaron su huella indeleble para la posteridad. En la región occidental encontramos los nombres de Mistaja, Yohama, Carú y Caribay, y en el centro occidente venezolano, a la diosa Yara o María Lionza, nombres que, tras sobrevivir en la línea del tiempo, nos hacen suponer que la mujer tuvo un papel preponderante  en aquellas sociedades cazadoras recolectoras —en las que también los vejámenes estaban instituidos, sin embargo todo parece indicar que el desarrollo de la agricultura y la propiedad individual impulsaron en mayor medida la cultura patriarcal—.

Nuestros pueblos originarios fueron derribados progresivamente,  su proceso de aculturación no tuvo tregua, el mestizaje en Venezuela es producto de estos lamentables episodios. Europa ejerció su hegemonía cultural y nos condujo rápidamente por sus maltrechas y deformadas aseveraciones, una cultura dominante que visibiliza los heroísmos masculinos subestimando el papel de la mujer, que a pesar de los estigmas termina encontrando su lugar fundamental en cada hecho crucial de la historia humana.  Apolo no logró opacar a la musa Euterpe. En Egipto, quien custodia las sonoridades es la diosa Hathor. Y si nos acercamos al pensamiento judíocristiano, aún más limitado cuando se convoca a la ecuanimidad, encontramos que, más allá del dictamen del papa Inocencio XI que prohibía rotundamente al género femenino la interpretación o acercamiento a los instrumentos musicales, es Santa Cecilia quien paradójicamente ostenta la protección de los músicos.

En nuestra esférica realidad, occidente nos otorgó un encuentro posterior con el Lejano Oriente; allí la diosa Saraswati custodia, entre otras virtudes, el don de la música: su nombre está compuesto por las locuciones  Saras (fluir) y Wati (poseer). Este nombre nos esboza la armónica manera como se extrae la musicalidad desde las más profundas sensibilidades, hasta materializarse y hacerse audible en la superficie.

En la ancestral cultura japonesa hallamos el teatro kabuki, que en principio contaba con las mujeres como sus principales protagonistas. Esto  sufrió un cambio bajo el shogunato Edo o Tokugawa, un periodo en el que se prohibió la participación femenina en el kabuki, único medio de denuncia con que contaban las mujeres para evidenciar las desigualdades de un imperio que se hacía cada vez más opresor y patriarcal. Podemos afirmar entonces que el desenvolvimiento femenino en las actividades propias y sensibles a la creación y sostenimiento de las expresiones culturales se ha visto plagado, a lo largo y ancho de la historia humana, de enormes desventuras,  de ahí la importancia de visibilizar la obra y vida de mujeres notables que han dejado un legado crucial desde la segunda mitad del siglo XX en la expresividad tradicional venezolana.

A una escala decisiva, la identidad cultural del país recibe el aporte y soporte de las mujeres como vértice esencial de nuestras tradiciones, a través de ellas habla un territorio sonoro extendido  en todos los ámbitos, desde los cantos que alimentan el alma en las cocinas rurales, las melodías y rítmicas vocales que acompañan al pilón o, las actividades propias de la recolección del café. Son nuestras mujeres «sonando» en la totalidad de un país; De sur a norte, de este a oeste, en cada pequeño poblado, brota una mujer como el manantial infinito del que hay que beber para degustar algo de la Venezuela auténtica.

 

Matilde Jáuregui (San Juan de Colón, Táchira; 1927).

Llegó al Táchira a temprana edad desde Colombia, se estableció en San Juan de Colón del mismo modo que siglos antes lo hicieran los primeros pobladores de estos montes tachirenses. En este cruce de caminos, entre las montañas andinas y el sur del lago de Maracaibo, las capacidades musicales de Matilde encontraron el instrumento ideal, el bandolín tachirense que tiene sus orígenes en la bandola andina del oriente colombiano. Matilde es una digna representante de la música del Táchira, ha sido reconocida a nivel regional y nacional por su labor de varias décadas, en la preservación de las formas musicales de principios del siglo XX.

 

Olimpia López (Gibraltar, Zulia; 1908).

En la antigua población de Gibraltar, en el sur del lago de Maracaibo, Olimpia, «la gaitera de san Benito» . Es recordada como cultora y luchadora social; dejó su magistral legado en el municipio Sucre del Estado Zulia; su hogar y su vida misma representaron un refugio cotidiano de la música y los cantos negros, surgidos de la resistencia cultural de los pueblos esclavizados durante el periodo colonial. Un sinfín de versos y canciones recuerdan a Olimpia López, quien durante décadas estuvo a cargo de la organización del chimbangle de Gibraltar, así como de las festividades en torno a San Benito de Palermo, el santo negro en que se resguardó Aje, la deidad africana que acompañó las penurias de su pueblo  danzando junto a sus tambores.

 

Juana Landinez (Veroes, Yaracuy; 1937).

En las riveras del rio Yaracuy, refugio natural de las luchas libertarias, nació Juana Landinez.   Ella resguardó durante décadas las expresiones tradicionales en torno a San Juan Bautista, fundadora de la legendaria agrupación Cumaco ardiente, que ubicó en el mapa musical venezolano al Loango de Veroes. El aporte de Juana es incalculable, es una reconocida luchadora de los derechos de su pueblo y promotora cultural, su hogar fue el centro de formación de varias generaciones a quienes sensibilizó en la importancia de preservar su herencia y patrimonio identitario.

 

María Chirino (San Hilario, Falcón; 1947).

La sierra de San Luis del estado Falcón es un lugar mágico, cargado de historia, allí nació María, heredó de don Eleuterio —su padre— todo el reservorio cultural que se derrama como arroyos en cantos de salves y cuatros únicos en el país. Con la agrupación Salveros de San Hilario recorrió Venezuela y las islas del Caribe, al encuentro de las tradiciones. Una obra notable de preservación musical en la que impulsó la fabricación de instrumentos propios del lugar.  María se acompañaba del tambor y recibía en su hogar a todo aquel que quisiera sumirse  en el vientre sonoro de de su tierra. Entre esos montes serranos de Falcón, su estampa permanece revitalizante, como ejemplo indiscutible para las generaciones por venir.

Las Hermanas Monterola: María (1939) Petra (1942) Sebastiana (1945).

Las hermanas Monterola son las más reconocidas portadoras de la genuina tradición de los tambores barloventeños. Tacariguita se distingue por su canto amplio, fuerte y melodioso. Esta población vio nacer a los hombres y mujeres que sembraron una manera de ser y sentir el compromiso con la tradición, en resistencia permanente.  Su canto guarda los códigos y narrativas de donde se desprenden la afrobarloventeñidad. En Tacariguita la familia Monterola fabrica, toca y baila los tambores redondos o «culo e puya» en las fiestas de San Juan Bautista; su trabajo de varias décadas ha garantizado que su herencia se fortalezca y se trasfiera a las  nuevas generaciones. La agrupación Raíces de Tacariguita está en plena vigencia como testimonio cultural de Barlovento.

 

María Rodríguez (Cumaná, Sucre; 1924).

María Rodríguez es reconocida como la principal exponente del canto oriental venezolano. En la segunda mitad del siglo XX  tomó el timón de la identidad cultural cumanesa y en compañía de Epifanio Rodríguez y el maestro Luis Mariano, preservaron gran parte de las expresiones insulares que llegaron a esas tierras siglos atrás, desde la antigua Andalucía, para impregnarse del legado chaima-caribe. En su voz florece —igual que las cayenas que solia lucir en su cabello—,el amplio repertorio musical del oriente venezolano. María es punto y galerón, polo y joropo; sostiene una poética  profunda como el mar de las Antillas. 

 

Simplemente Celedonia

               En Curiepe, bajo la sombra de un árbol Rosoblanco, conocí a la señora Celedonia, compañera de vida del maestro fabricante de instrumentos y patrimonio cultural de Barlovento, Bernardo Sanz.  En el  solar de aquella casa estaba sentada Celedonia, covando un tronco de árbol de Lano que más tarde sería una tamborita de Fulia. Lo hacía con  maestría y sencillez; mientras proseguía en su labor, contaba anécdotas junto a Bernardo sobre tiempos pasados, relataba detalladamente pequeñas historias que guardan el contenido esencial de las tradiciones afrodescendientes arraigadas en el Barlovento venezolano. Se trataba del año 2001 y de mi segundo viaje a Curiepe, iba en busca de un juego de tambores redondos, un tambor mina y unos quitiplás. Quería conocer a fondo a Bernardo Sanz, con quien había entablado una reciente pero valiosa amistad. Años más tarde, el recuerdo de la señora Celedonia fabricando un tambor vuelve a mí, se me cruza en la distancia, ella que entre chanzas le indicaba detalles al maestro Bernardo sobre la atadura del cuero a la madera, ella que atendía a todos con el mismo afecto. En su cocina eran todos «humildemente bienvenidos»; nunca la entrevisté, jamás le pregunté su apellido ni sus experiencias o acercamientos iniciales con las tradiciones de su pueblo. Estar en deuda con ella  es percatarse de la histórica omisión de la que soy parte. Desde esta mirada se hace imprescindible trabajar en visibilizar el compromiso de  las mujeres en la preservación de las tradiciones venezolanas, comprender e indagar sobre el papel fundamental que han desarrollado a largo de la historia. Si recorremos Venezuela y préstamos atención, hallaremos a mujeres que sostienen sin tregua un imaginario que floreció y se transformó durante más de quinientos años. En sus cantos de arrullo y de trabajo, en su laboriosidad diaria, van custodiando la memoria de un pueblo, para amamantar con ella a las generaciones futuras.

Jhoel Arellano

Sonoridades de un mapa
https://jhoelarellano.com/
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