Los libros, sus precios y sus viajes

LIMBO, Publicación

Abril 2016.- (Por Jhonn Benítez) Visitar por tercera vez la encantadora ciudad de Mérida bastó para convencerme de que vivir en la Ciudad de los Caballeros, planificar estudiar en ella o simplemente recorrerla para conocer más sus calles angostas, se convierte en una experiencia tan enriquecedora como leer un libro o ver una película de culto. Mérida basta para demostrar que se puede querer otra tierra que no sea la natal; querer lo de afuera es más que un capricho casi romanticista, es querer ver y sentir otras calles, otra gente y otra neblina de Los Andes. El viaje de

Abril 2016.- (Por Jhonn Benítez) Visitar por tercera vez la encantadora ciudad de Mérida bastó para convencerme de que vivir en la Ciudad de los Caballeros, planificar estudiar en ella o simplemente recorrerla para conocer más sus calles angostas, se convierte en una experiencia tan enriquecedora como leer un libro o ver una película de culto. Mérida basta para demostrar que se puede querer otra tierra que no sea la natal; querer lo de afuera es más que un capricho casi romanticista, es querer ver y sentir otras calles, otra gente y otra neblina de Los Andes.

El viaje de ida, que se tornó fatigoso y largo, dio un giro imprevisto con el recibimiento en el Rectorado de mi casa de estudios, la Universidad de Los Andes y con la belleza de esa acogedora urbe universitaria y pequeña que se resiste a la modernidad con sus calles coloniales. Mi madre fue la compañera de viaje complaciente en todo momento, mientras que otro amigo hizo las veces de guía turístico por calles hasta entonces desconocidas, por exquisiteces aún no probadas, por helados de sabores impensables y por alturas de vértigo por cable.

De Mérida da gusto ver el caminar de los estudiantes, más cuando mi etapa de pregrado queda atrás y oriento mis metas a estudios de postgrado. De Mérida da gusto ver sus calles estrechas llenas de historias, sus librerías con avisos de «No vendemos textos escolares», y su famosa heladería regida por un portugués llegado a Venezuela en el 53 en busca de vientos mejores, ante el panorama decadente que, según él, persistía ocho años después de acabada la guerra.

En una de esas librerías, muchas veces ocultadas por una calle transversal atestada de buhoneros, hallé tesoros de publicaciones de la Universidad que jamás llegan al Táchira. Libros que pasan desapercibidos para muchos, ante las ventas artesanales de junto o los muestrarios de ropa, yacían allí como a la espera de que fuese yo quien pusiera a trabajar a los tres dependientes de la tienda, que desconocían los precios de sus productos, y los trajese de viaje por la misma cordillera montañosa, a poco más de 200 Km de distancia. Así, traje de mudanza tres textos que se convierten en mi segundo, tercero y cuarto libro obsequiado este año (fueron pagados por mi madre) en un escenario de regalos literarios precedido por los Doce cuentos peregrinos de García Márquez.

Pero no solo traje de mudanza los tres textos a sumar al inventario de mi biblioteca, ni el par de mayonesas en medio de la escasez que vive el país, ni tampoco el suéter de mamá o los recuerdos del itinerario del paseo; mudé momentáneamente un libro de mi biblioteca a la -en teoría- fría Mérida, el cual debo reconocer solo llevé como ocupador de espacio, pues un buen libro jamás será un estorbo. Fue La ciudad y el deseo. Ensayos (Fundación Bigott), de Federico Vegas, el compañero que siempre estuvo ahí aun cuando no estuviera en mis manos; estoy firmemente convencido de que más vale tener un libro a la mano y no necesitarlo, que necesitarlo y no tenerlo, como reza una aseguradora en su publicidad por TV.

Cuando vi por primera vez La ciudad y el deseo, en una estantería de mi inmediata y también querida San Cristóbal, fue imposible no sopesar el hecho de invertir más de 1.000 Bs. en un libro que, si bien pertenecía a mi ahora muy estimado Vegas, era un compendio de ensayos sobre inquietudes en torno a lo urbano, en donde el autor «reflexiona sobre la ciudad de sus desvelos: Caracas», y que entonces me pareció respondía a la formación profesional de Federico Vegas, pues se sabe que es arquitecto; y que estaba lejos de lo que buscaba entonces: una novela o una antología de crítica literaria. Para mi sorpresa, meses después, entré nuevamente a la misma librería y me encontré con el mismo libro con un precio distinto: 120 Bs. Creo que nunca entenderé el porqué de la arbitrariedad en la fijación de precios en nuestro país.

Rectorado ULA. Foto: Jhonn Benítez.
Rectorado ULA. Foto: Jhonn Benítez.

En este punto, Mérida vuelve a escena para decir que ahora acoge a una querida amiga de la Universidad, quien repentinamente me ha escrito anunciándome que ha visto el mismo libro, en esta ciudad, con un costo de 1.500 Bs. Definitivamente, los libros, sus precios y sus viajes están más llenos de elementos imprevistos que de rasgos inalterables.

Las tres visitas a Mérida han dejado siempre, al retornar a casa, una especie de sinsabor viajero, vivencial, aventurero e incluso intelectual, como si la altura de la ciudad y las sensaciones de sentirse en tierras desconocidas alentaran a extrañar en demasía una ciudad más de Los Andes venezolanos, que sin duda es más que un asentamiento urbano en las alturas. Cada vez me convenzo más de que una urbe es una posibilidad de vivir una vida distinta; una posibilidad de dar cabida a libertades que no nos permitimos en nuestra zona de confort; una oportunidad de vivir por otros senderos; en resumidas cuentas es aceptar con austeridad aquel soneto de Lope de Vega: «partir sin alma y ir con alma ajena».

Pero el obligado regreso alienta también la seguridad del volver pronto, y aumenta las ganas de envestirse con esa «alma ajena»; quizás a estudiar, quizás a animarme a perseguir cucarachas en panaderías y heladerías merideñas, o quizás simplemente a volver a dar un vistazo a la ciudad que alguna vez pisara Cortázar y Vila-Matas.

Foto: Jhonn Benítez.
Foto: Jhonn Benítez.
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