Lo telúrico en Península de niebla (reseña)

Literatura, Publicación

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Acabo de releer Península de niebla (2019) del poeta tachirense Ernesto Román Orozco, publicado por Ediciones Acirema, y se reitera con insistencia, o más bien, se reafirma, la impresión que tuve en la primera lectura, y es que se trata, por lo menos para mí, de un canto telúrico.

          Todo el conjunto se siente profundamente enraizado y ligado a la Tierra referida al planeta como el ser que somos, pero también a una tierra que supone un extraño y cercano territorio (es aquí cuando emerge la niebla), me refiero a un territorio añejado como el vino, una Tierra bucólica, una región cargada de nostalgias, una geografía sin ubicación precisa: La memoria.

          La memoria como un territorio impreciso en el que toda travesía va acompañada de niebla, sin importar la época, siempre habrá niebla, caminaremos a través de ella y moriremos en ella. Pero hablamos de un andar necesario, un peregrinar de vida, como diría el propio Ernesto Román, es: La costumbre de ser sombra.

          Al principio de esta Península de niebla encontramos versos que evidencian lo telúrico, tales como:

Nuez, de la médula terrestre (del poema titulado Carne y tierra).

La tierra se jubila / le debo menos cal (del poema titulado Sequía y soledad).

Desde mi pecho hasta sus huellas, / la tierra es muda (del poema titulado El brillo de una huella).

A mitad de libro encontramos otras menciones a la tierra como estas:

Calma al hombre / que se muerde / en un globo de tierra dulce (del poema titulado Globo de tierra dulce).

Y en la sección final de la obra la noción telúrica se reafirma con versos como:

El silencio / palpa / la labranza / de polvo (del poema titulado Desierto).

          Y para reafirmar esa conexión con la Tierra en tanto tellus, debo señalar algunas imágenes recurrentes que se hacen letanía sutil a lo largo del libro, me refiero a los pájaros:

Los pájaros dibujan a Verónica / en el lienzo de esas nubes (del poema titulado Verónica y Miró).

          También resulta muy importante el Agua que todo lo humedece, esa que ablanda nuestras endurecidas costras. Agua inmanente a la vida, que impone su presencia, ya sea como lluvia, río, mar o gota:

La lluvia lleva el conflicto / de esos colores caídos / que no supimos escrutar (del poema titulado Colores del cielo).

El agua devela / el olor a hombre (del poema titulado Artesanal vida).

          El viento, como hálito de vida planetario también se vuelve preponderante, siendo responsable de traer la niebla y a su vez disiparla:

El huerto / del Cordero de Dios, / cruje en la boca / del viento (del poema titulado Gota de fe).

          El Sol, que aclara por momentos sectores de ese territorio brumoso, brindando la suficiente calidez para desandar el camino, es otro de los elementos recurrentes, de igual manera se presentan: los animales, las plantas, los árboles, el trueno. Todas manifestaciones telúricas. Una oda al planeta, un canto (como el de Whitman) para celebrar la vida, una oportunidad para alejarnos del asfalto y del concreto, una vuelta a lo apacible.

          Finalizaré este tránsito por la Península de niebla diciendo que percibo un aroma alquímico en todo el poemario. La presencia de los elementos naturales y su contemplación a manera de práctica budista así parecen sugerirlo. Ernesto Román, anhelante de transformación, como todo buen poeta, hace de la palabra un signo polivalente y maleable, con el cual se puede invocar al sol y hacer menguar los eclipses de nuestra neblinosa existencia.

Obitual Pérez

 

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