Lecciones de vida a través del arte

Artes Visuales, Cine, Cineforo, Encuentro para Cinefagos, Publicación

En conmemoración del día del artista plástico en Venezuela, que se celebra el 10 de mayo anualmente en homenaje al natalicio de Armando Reverón -artista apasionado quien llevó su rebeldía hasta el extremo de crear un mundo propio, rodeado de objetos de su propia fabricación- llevamos a cabo un sencillo acto que consistió en la proyección de dos películas: un mediometraje de 40 minutos: Life Lessons (1989), de Martin Scorsese y un largometraje, El artista (2009), de Mariano Cohn y Gastón Duprat. Acostumbramos celebrar un coloquio posterior a la proyección, que llamamos Cine Foro, siguiendo la tradición cineclubista que honramos

En conmemoración del día del artista plástico en Venezuela, que se celebra el 10 de mayo anualmente en homenaje al natalicio de Armando Reverón -artista apasionado quien llevó su rebeldía hasta el extremo de crear un mundo propio, rodeado de objetos de su propia fabricación- llevamos a cabo un sencillo acto que consistió en la proyección de dos películas: un mediometraje de 40 minutos: Life Lessons (1989), de Martin Scorsese y un largometraje, El artista (2009), de Mariano Cohn y Gastón Duprat.

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Acostumbramos celebrar un coloquio posterior a la proyección, que llamamos Cine Foro, siguiendo la tradición cineclubista que honramos desde el año 2005, cuando heredamos esta afición/oficio de una querida amiga, Freya Rodríguez de González. En esta oportunidad, fue difícil conversar, pues la ciudad está tensa, el ambiente enrarecido, y el público deseoso de resguardarse en sus casas antes del anochecer. Sin embargo, salieron algunas impresiones y me animo a recogerlas por acá, imaginando que continúo ese diálogo inconcluso.

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Life Lessons forma parte de un tríptico, New York Stories. Martin Scorsese participa con naturalidad en esta composición, fiel a su amor por la ciudad desarrollando el primero de un trío de relatos sobre personajes y ocurrencias disímiles, junto con Francis Ford Coppola y otro enamorado de Nueva York, Woody Allen. Vale la pena acotar que la ciudad de Allen y la de Scorsese son tan radicalmente distintas entre sí, como pueden ser la Caracas de Teresa de la Parra y la de Adriano González León. La construcción mítica de la ciudad, como la de la casa, es una fabulación que si siempre tiene algo de verdad, cuando es narrada por grandes artistas tiene algo de auténticamente universal, y así nos llegará al alma aún a quienes no somos neoyorquinos ni caraqueños.

Scorsese compone su pieza del concierto a partir de una idea que le inspira El jugador, de Dostoievski. Pide a Richard Price escribir el guion y escoge para el papel protagónico a Nick Nolte, intérprete descomunal en tamaño y energía, quien interpreta a un artista consagrado de la gran ciudad. La “única” ciudad, como dice el personaje varias veces a lo largo del film. El epicentro del arte contemporáneo. La ciudad de Pollock, mencionado también en forma recurrente como emblema de un movimiento hacia la abstracción que sacudió el arte moderno y cautivó a la inteligencia y el mercado internacional.

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La película inicia con un enorme lienzo en blanco, la presión de una exposición que inaugura en tres semanas, y un conflicto amoroso. El maestro tiene una bella asistente/aprendiz, quien ha sido su amante y se niega a continuar en la relación, anunciando su partida. Scorsese nos hace presenciar numerosos ruegos de él y desplantes de ella, explosiones de celos, discusiones iracundas, todo a un ritmo de comedia, que irradia algo de banal, de teatralidad carente de sustancia aunque no de encanto. El foco de la cámara, la intensidad de la mirada del director, la acentuación melodramática, se reserva para los  momentos de encuentro del artista con el lienzo. Desde los primeros tachones hasta el frenesí, la posesión de su entrega a las formas, movimientos del pincel y la explosión de colores que se entremezclan furiosamente, Scorsese nos muestra la creación como un acto sagrado, que es capaz de cautivar aún a una amante en retirada, quien ya no tiene ojos para el hombre que desprecia, pero no puede evitar quedar embelesada ante el trabajo del artista.

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La joven actriz, Rossana Arquette, también realiza una interpretación convincente. La musa desencantada de su papel de musa, ansiosa de descubrir si tiene algo que ofrecer como individuo, temerosa del fracaso y la ausencia de talento artístico. Se niega con fuerza a seguir siendo objeto de pasión y se afirma como sujeto, primero buscando escapar en nuevos amantes, finalmente regresando a su pueblo de origen. No sin antes interpelar al jefe/anfitrión/maestro/amante, demandando que responda a su pregunta: “¿Tengo talento? ¿Sirvo para algo? ¿Serviré algún día?» La relación amorosa no le interesa ya, ha despertado de la ensoñación romántica y evoluciona en sujeto. Ya no cae en sus manipulaciones ni demandas, en sus gestos de cariño, en sus amenazas de suicidio o de violencia, pues lo único que le interesa es encontrarse a sí misma. Aun así, en el proceso cede a la tentación de seguir buscando al maestro en el hombre que abandona, porque no puede dejar de ver la verdad en la obra de arte, en medio de tanta histeria. Lo auténtico y valioso de este ser humano se encuentra allí, y a ese artista interroga. El artista le responde duramente: “¿Qué diablos importa lo que yo piense? Yo qué puedo saber si tienes talento, yo qué demonios sé si debes seguir pintando o no? Si tienes que preguntarte eso, quizá no eres una verdadera artista. El artista pinta por necesidad, porque no tiene otra opción”.

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Y el ciclo continúa. Esta musa renuncia, el acto creativo se da, se celebra la inauguración de una nueva exposición, y aparece una nueva musa, otra estudiante de arte fascinada con la posibilidad de un maestro que la guíe en el duro camino de la vida en la gran ciudad. Lecciones de vida.

El artista (2009), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, como el resto de la filmografía de este dúo argentino, es filmada al contrario, desapasionadamente, con planos fijos, colores fríos, en tono irónico, sin mayores acentuaciones musicales.

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En esta pieza conocemos a un enfermero que cuida de un anciano inválido, y parece llevar una vida muy insípida y solitaria. Hasta que tiene la ocurrencia de exponer los dibujos de su paciente, quien suele dedicar parte del día a hacer garabatos con marcadores.  Parece ser su única forma de expresión, pues no vemos que se comunique con el cuidador en ningún momento, ni visual ni verbalmente, excepto para pedir cigarrillos. Ramírez (se llama así el enfermero), parece despertar de un letargo infinito invirtiendo energía en “armar portafolio” y en general aprendiendo a seguir las reglas del arte contemporáneo, mundo desconocido hasta ahora por completo, pero que decide mimetizar después de pasar horas contemplando una mancha de humedad en la pared. Una forma abstracta, que no sabemos si le dice algo, pues los directores nos esconden sus pensamientos y emociones y nos dejan ver sólo sus acciones. Y estos son aparentemente fríos, desapasionados, utilitarios. Adiestrarse en la lógica del mercado del arte para ascender socialmente y darle un poco de emoción a su tediosa existencia. Consigue con ello una pareja, mejor posición económica, reconocimiento… En fin, su vida da un vuelco extraordinario.

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El film parodia con dureza el discurso de galeristas, críticos, periodistas culturales y público en general. Pues no se trata de arte, la propuesta de Duprat y Cohn, sino de las reglas del arte, o la cultura artística, sus normas, hábitos y mecanismos, desvitalizados y ridiculizados a un extremo doloroso. Tanto que ni siquiera nos muestran los dibujos, sólo el rostro de quienes los contemplan y emiten juicios o percepciones, la obra de arte como espejo para la proyección de sus propias opiniones, predisposiciones y clises, teórico-conceptuales, esnobistas y acartonados.

Estas impresiones externas logran convencer a Ramírez de que su acto de “apropiación” tiene justificaciones válidas y vencen todos sus débiles intentos de ser honesto al menos con su pareja. El final es muy elocuente: huye y prosigue la representación del artista conceptual en otra ciudad, en otro país, en otro idioma; da lo mismo, igual es una jerga incomprensible que solo copia para sobrevivir, para mantener el estatus que ha logrado a través de ese gran golpe de suerte que fue el estar cerca de un verdadero artista.

Porque los directores no son completamente desalmados, y sí nos regalan algunos instantes de veneración del acto creativo, en el éxtasis de ese anciano inválido que sólo parece vivo cuando dibuja. Esa entrega a la creación como ritual íntimo, privado, lejos de todo el armatoste del mercado y la intelectualización desvitalizada.

Recordando de nuevo al maestro Reverón y su castillete, así como una manida polémica en torno a su locura y a su condición (etiqueta) de artista ingenuo o ilustrado, creemos que sí hay una verdad en el arte, que se inicia con el proceso creativo y se completa en su lectura, en la interpelación del otro. Pero ese otro no como colectivo autorizado e institucionalizado. Ese otro individuo que se encuentra en la obra y que dialoga con ella, desde su propio horizonte estético, desde su propia tradición, disciplina, tiempo y circunstancias. Nuestros prejuicios no son otra cosa que las herramientas de las que disponemos para leer el mundo que nos rodea. No se trata de desecharlos o esconderlos. Al contrario, ojalá lográramos ser más honestos en mostrar abiertamente nuestros marcos de referencia (teóricos, profesionales, culturales, religiosos,  ideológicos) en cada lectura, en cada encuentro. Habría menos juicio y más diálogo crítico.

(Fania Castillo)

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