La Vuelta (Cuento)

Literatura

Por Joséantonio Sánchez Pulido LA VUELTA -Cuatro cuentos complementarios- LA VUELTA – I Volver a ver Maiquetía a través de la ventanilla del avión produjo en Horacio una tristeza aun más profunda que la que lo embargaba desde hacía varios meses en París; donde sus excéntricos gustos, una bohemia recién estrenada y una pintura irreconocible por él mismo lo habían condenado a la absoluta indigencia. Había caído en aquellos abismos donde no llega la luminosidad de la Ciudad de la Luz. Conoció la otra historia, aquella que, según parece, nadie le había sabido contar. La de quienes convertidos en fantasmas

Por Joséantonio Sánchez Pulido

LA VUELTA -Cuatro cuentos complementarios-

LA VUELTA – I Volver a ver Maiquetía a través de la ventanilla del avión produjo en Horacio una tristeza aun más profunda que la que lo embargaba desde hacía varios meses en París; donde sus excéntricos gustos, una bohemia recién estrenada y una pintura irreconocible por él mismo lo habían condenado a la absoluta indigencia. Había caído en aquellos abismos donde no llega la luminosidad de la Ciudad de la Luz. Conoció la otra historia, aquella que, según parece, nadie le había sabido contar. La de quienes convertidos en fantasmas dentro de cuerpos desvencijados eran tragados por sueños más grandes que sus capacidades o, quizá, personalidades, amores más fuertes que sus corazones; de odios, diferencias o rivalidades más violentos que sus verdaderos temperamentos. Hundido en la pobreza, olvidado por los pocos conocidos, se vio obligado a pedir limosna y durmió en portales, rincones y albergues para indigentes dispuestos por la alcaldía de París. Reacio a volver, consciente de la perdida de su nacionalidad en el ámbito fundamental, empeñado en  que nadie lo viera fracasado, imaginando que alguna soleada mañana, el éxito, como el más ardiente caballero sobre un brioso animal, entraría triunfante para rescatarlo, intentó quedarse hasta las ultimas consecuencias. Cuando el avión se detuvo frente a la terminal sintió que se detuvo algo en él, algo que lamentó fuera el ardor que siempre dominó su corazón. Supo que había cesado algo así como la esencia de la vida, ese algo que nos mantiene lucidos, autónomos para hacer y deshacer. Sintió que había muerto tal esencia, que entonces aquel cadáver que había cumplido y pasado los cuarenta años, aquel rostro reflejando evidencias de un dolor intolerable, ese cuerpo que se movía rígido y temeroso debía ser sepultado en cualquier parte; el lugar no importaba. Tomó la decisión: se quitaría la vida. No permitiría seguir siendo arrastrado hasta aquellos oscuros confines siniestros, desbordados, donde iba cada vez más seguido. Sufrir sin pausa cuando estaba lúcido por la certeza de haber atravesado ese espejo, guardado con tanto celo, para entrar a una nítida irrealidad donde toda su vida, las vidas de quienes había conocido, millones de vidas desconocidas, seres espectaculares, monstruosos,  lo atormentaban con formas exageradas, reclamos maldicientes, y pero aun, sensaciones alteradas y viscosas, emociones insólitas, despiadadas, imposibles de describir luego. Pintar, leer y escribir eran sus desahogos. Pintar y pintar hasta cuarenta y tantos retratos donde él y todos reflejaban su escandaloso dolor, la mueca recurrente avisando su destino. Primeros planos donde la fuerza del expresionismo lograba recoger con un trazo duro y la sangre saltando esa interioridad que como un cáncer del alma  lo abatía sin reposo. Frente al espejo de la habitación de sus padres, cuando resistía mirarse, se entregaba frenético a dar rostro a su deforme interioridad, una suerte de rito inútil pariendo un mínimo placer, lo poco que quedaba. Le contaba a su amigo, al único con quien hablaba, compañero de infancia y delitos juveniles, de aquel otro universo: paralelo, inesperado, distinto al que siempre había habitado. Era, otra vez, París, aquella densidad inapropiada de despojo; una precariedad que lo acribilló. En algún momento había atravesado aquel espejo donde reflejamos la angustia pero que tememos visitar, es decir, traspasar. Entonces su vida había cambiado para siempre, era imperativo morir. Un día lo hizo, luego de conseguir el arma, una que guardaba cuidadosamente su padre. Tenía una bala, luego se supo que era fragmentaria; le destrozó los sesos en miles de pedazos. Murió un día después.   2LA VUELTA – II Un frío mortal atraviesa los huesos de Horacio. Frente a su mirada atónita la gente camina apresurada buscando refugio en restaurantes y cafés mientras él se congela, por fuera y por dentro, en una solitaria banca de parque. Gris ese último pedazo de tarde frente a viejos y sucios edificios repletos de mendigos que padecen tanta intemperie como él. Sacude la cabeza y vuelve a la cálida terraza en los Andes venezolanos, lejos del frío de la cordillera, con un sol radiante que lo invita a estar descalzo y ligero de ropa. Ve el sol pero siente opresiva la densidad de la neblina; continua descalzo pero el implacable frío  le atraviesa los huesos y le marca una extraña y fantasmal imagen en su alma. Hace más de un año que regresó de Europa, deportado por el gobierno noruego luego de haber sido hallado con las muñecas cortadas, desangrándose, en un sucio callejón. Lo habían trasladado a un hospital, lo cuidaron con suma diligencia durante aquel tristísimo otoño para, finalmente, después de averiguar quién era, enviarlo a su país. Horas enteras se van hasta terminar el día acompañado por el frío, la neblina, el pelotón de espectros enemigos, la soledad sobregirada cacheteándolo y la larga caminata, cada atardecer, acompañándolo hasta la casa de indigentes donde el refugio consiste en el calor de otros cuerpos hediondos y llenos como él de angustia y desesperación. Noches que parecían no tener fin despertando a una agudeza sensorial y metafísica desproporcionadas; clavándolo contra aquella cruz antes pulida con diestra ironía, cubierta con flores, largos racimos de uva, amantes desenfrenados dándole todo el placer que reclamaba. Esa cruz revelada como el más cruel de los signos, mortificante, intransigente y, sobre todo, incapaz de dar tregua. Se pasa la mano por la cara, gira distraído para tomar la taza de té que le ofrece su madre. Entiende, a duras penas, que sigue en la hermosa terraza; anocheció, pasadas las nueve, pero el clima es tan agradable como lo fue el resto del día. Sorbiendo el brebaje que alguien le dio se detiene en  una esquina de Montparnasse, observa una violenta riña de putas y un corrillo de borrachos incitándolas. Siente, además de temor, repulsión, demasiado frío; camina con la taza entre las manos por las calles más solitarias, evitando a los demás, hasta entrar en un callejón que ya lo reconoce. Sentado bajo el ultimo dintel, detrás  de un montón de chatarra intenta refugiarse en algún trozo de sí mismo, agotado se duerme. Su madre lo ayuda a prepararse para ir a la cama, le recuerda que su único amigo lo llevara al otro día a pasear a la montaña. Horacio no responde, piensa en el arma que ocultan en algún lugar de la casa, piensa que su amigo debería ayudarlo a encontrarla. Se le ocurre que mejor no va a la montaña, podría quedarse en casa, pendiente de alguna salida de los padres para dedicarse a buscar el arma y mientras tanto leer uno de los tantos libros comenzados, la prensa que lo obsesiona con tantas malas noticias; escribir sobre esa actualidad que conoce demasiado bien o solo pintar para desenmascarar ese rictus enervante que es suyo y es ajeno. Su madre le da las buenas noches, apaga la luz, cierra la puerta. Reflexiona en esa protegida oscuridad, seguirá buscando el arma, cuando la tenga se disparará en la boca. Y lo hizo, un mes después encontró el arma, tenía una sola bala; el fin era la salida, dejaría de ser el hazmerreír de sus temores, borraría su memoria y tiraría toda intención de resarcirse. La oscuridad de su boca, temblando, fue su única esperanza.   3LA VUELTA – III En el último tramo de la torre Eiffel, bajo una tormenta cerrada, Horacio sube hasta alcanzar el principio de la antena, se yergue cuando comienza a gritar todas sus verdades ya cansadas, sus inauditas decepciones, sus inconfesables temores, como si lo escuchara el mundo entero. Lanzado al vacío, iluminado por siete centellas brutales, vuela riendo, gritando sobre los campos de Marte. Acercándose tanto a la tierra que hermosos muchachos intentan atraparlo. Él les advierte que se alejen, su inmerecida maldición lo hace prohibido. Vuela incansable, desprendido hasta entrar en un relámpago que lo lanza a un abismo donde miles de edificios lo ven pasar como al viento. Al caer a tierra un oscuro túnel de metro lo recibe, la luz de una máquina lo apunta desde muy lejos, Horacio se levanta, comienza a correr lleno de pánico, corre desesperado durante un tiempo interminable. Despierta sobresaltado, aullando, bañado en sudor. Su madre, en tono suave pero firme, intenta calmarlo. La mira y encuentra a una mujer de cabello blanco, cerca de los setenta años, bien vestida, atenta a servirle. No sabe, a ciencia cierta, quién es, tampoco le importa. Le recuerda de golpe a alguna vieja enfermera en Oslo, en pleno otoño, cuando veía sin mirar a través de la ventana, en el piso para personas con trastornos mentales, sabiendo que la señora, ésta o aquella, lo observa. Vuelve a las frías calles, otro atardecer desesperante. ¿Dónde dormirá?, ¿con qué abrigarse?, ¿qué comer? Todas las preguntas machacando el resto de razón, atacándolo como a un animal del trópico despojado de su entorno, perseguido por mercenarios y carniceros. Atrapado en el fondo de una trampa fétida, oscura, con otros animales asustados que se agraden entre el pánico y el hambre. La madre lo obliga a levantarse, lo deja aseándose mientras va por el desayuno, el padre pasa por el frente de la puerta para comunicarle que ya trajo la prensa. Horacio, frente al espejo de su baño privado, ve al altivo joven que se arregla para asistir a sus clases en la Universidad Central, Se afeita con sumo cuidado para no irritar su cuidada piel y mucho menos cortarse. Piensa, mientras esboza una irónica sonrisa, en lo que tiene preparado a los profesores del día, a tal o cual compañero…  Empieza a sentirse culpable. Aterrorizado ante la idea de los daños que pudo causar a aquellos y otros seres en los tiempos en que su lúcido y pulido sarcasmo los atacó sin tregua. Los ve a todos, a muchos, rodeándolo; les pide perdón, les súplica misericordia viendo como ellos van acumulando una pila descomunal de piedras. Él sabe que son para lapidarlo, cobrarle algo del mal que ha causado. Suplica  que no lo hagan, que lo escuchen, aunque sabe que no tiene nada que alegar. Ve, en la alterada multitud, su propio rostro riéndose lujurioso  de su cara de angustia, de su inmensa desgracia. La señora del cabello blanco lo llama enérgica por su nombre, la mira lívido y un tanto agradecido. Afeitado y lavado puede tomar el desayuno. Cuando se dirige a la cocina lo comprende todo, la herida de esa soledad  esteparia, trazada por el hambre, el frío, el miedo y esa mente atosigada de preguntas sin respuestas; ver el mundo desde allá, niñez, gloria y caída, ha sido irresistible para su voluntad. Los espectros, malignos, calcinados por sus actos, lo perseguirán para siempre. La tarde anterior al día de su muerte, Horacio se consumía de nervios, corría, más que caminar, de un lado al otro del porche y fumaba en cámara rápida. Iba con su bata azul, clásica como su imagen, con sus lentes de asiduo lector, anegado en la urgencia del  último acontecimiento válido en su vida. Corrió donde el único amigo que le quedaba en el mundo, su marciano favorito. Pero  estaba tan ocupado y él tenía tanta prisa; cuando el amigo lo notó él ya iba de vuelta, pidiéndole que lo olvidara. Al día siguiente se arregló como le gustaba, quizás algo más casual que de costumbre. Camino toda la mañana por ese asiduo porche donde ya había transcurrido más de un año desde su regreso. Fue universo, virtud y sequedad hasta ese mediodía cuando lo siguió siendo. Ese era el momento; ese día Horacio se suicido. Dejó atrás y atónitos a todos; los espectros, acreedores y enemigos no podían creérselo. Quienes habían estado cerca lo sabían. El sol estaba tan bello sobre ese azul imposible de pintar donde las aves seguirían volando.   4.LA VUELTA – IV Intentó desenterrarse del infierno, fue una tarde miserable en Oslo, adonde él nunca supo cómo llegó ni recordaba haber estado jamás. Se cortó las venas de las muñecas en una callejuela oscura y fue encontrado desangrándose por dos vagabundos aun conscientes. Tuvo mucho miedo esa vez, entre la urgencia de los paramédicos y el escándalo de las sirenas, en aquellos días de hospital en pleno otoño cuando parece que el mundo llega a su fin. A través de una ventana, detrás de su mórbido espejo, sediento, sin el líquido vital que dejó de fluir, el hedonismo partido sobre el granito. París quedaba en algún lugar fantasmagórico, entre fríos intensos, dolores desnudos y perversos  haciéndolo retroceder hasta el fondo de los más inmundos callejones. Aquella ciudad, una vez amada, había sido la musa perversa que desechaba sus pinturas, que se burlaba de sus versos y lo entregaba al montón de fantasmas y enemigos para que jugaran con su hambre y con sus miedos. Cuando llegó a Venezuela sabía que su suerte estaba echada,  que ese último rumbo de la inteligencia, esa extrema lucidez desenmascarando triunfos y fracasos, belleza y horror, el espejo atravesado, luego de haber vacilado y sufrido en las estepas que lo rodean, donde aun lo consciente atormenta, para hallarse con los monstruos de la infancia, los pecados de la irreparable juventud, las miseria de la madurez, el vacío de la esperanza. No había otro remedio, debía morir, encontrar el arma que sabía su padre guardaba en algún lugar de la casa. Buscarla en los ratos en que la tierra se pisaba. Había pasado más de un año, otro intento de suicidio cuando se tomó todos los medicamentos prescritos y arrepentido informó a su madre del hecho; los días de hospitalización, el lavado de estomago, unas semanas internado en el sanatorio del hospital, las visitas semanales al psiquiatra, la opresiva medicación diaria que lo sumía en un frenético sopor, temblores difíciles de controlar que lo mantenían extrañamente controlado. Recorrió la habitación de sus padres, pura obsesión,  con sistemático cuidado, buscando el arma. Otros días buscando en las habitaciones cerradas de sus hermanos y hermanas, la cocina, el comedor… La buscó incansable, era su única salida; por encima de todo, era la única ilusión que lo semejaba a los demás. Su soledad estaba convertida en un espacio absoluto o cuando menos inmenso entre él y cualquier otra persona, animal o cosa. El arma estaba allí, en alguna parte, y un buen día la encontró, el día que sentía que la locura quería llevárselo, despojarlo por completo de sí mismo; pero él prefería llevarse la vida por delante. Lo necesario con tal de destrozar ese lugar,  el espejo amenazante, adonde era conducido por una rebelión interior para enfrentarse a la angustia del total desalojo, de una indefensión convertida en la más triste verdad. Si cedía, el resto de su vida sufriría indefectiblemente; así le contaba a su único amigo: gemiría y babearía  en un manicomio, olvidado por casi todos y, lo peor, en sí mismo. ¿Cuánto tiempo viviría siendo loco?…No, mañana moriría. Horacio esta en el baño, cerrada la puerta sin cerrojo; lleva el pantalón, descalzo. Se mira y entra: la cavidad donde yacía el espejo se ahueca y lo atrae, como si lo inhalara, con muchísima fuerza. Su rostro se deforma, son los monstruos dándole miles de caras, colores psicodélicos que avanzan o destrozan; el arma en la mano los atemoriza. Horacio los ve palidecer, capta, en el fondo de todos, una risa sarcástica, fenomenal. Es frenesí, risa del hombre joven talentoso, el ingenioso ensayista destrozando al político ladrón, el diplomático consecuente, el pintor enamorado, el señor. El arma esta fuera del poder de la locura, deriva en pánico el desorden de los espectros, desencadenan sonidos y graznidos desesperados. Desaparecen las paredes, los límites, la vida pasa mientras el arma entra en la boca, cuando se acomoda sobre la lengua sintiendo el calor del fondo de la boca… Una última vez alcanza a mirarse, a reconocerse entre aquella multitud que ruega piedad o insulta altiva… Se mira sin ninguna objeción, teme y el arma cede: dispara. La detonación resonó en todo el vecindario, habían vuelto las paredes del baño. La luz del mediodía continuaba. Joséantonio Sánchez Pulido Artista multidisciplinar, San Cristóbal Imágenes de su instalación «De La Palabra Mirada: Apropiaciones sin derecho alguno».                                                                                  
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