La guerra es normal

LIMBO, Publicación

Extracto del libro That terrible love of war (2004) de James Hillman (Tradución libre del inglés original) Una sola frase de una escena de un film, Patton (1970), resume lo que este libro intenta comprender. El general se pasea por el campo de batalla al terminar la pelea. La tierra revuelta, tanques quemados, hombres muertos. Levanta a un oficial moribundo, lo besa, contempla el caos, y dice: «Me encanta! Dios me ayude pero la amo. La amo más que a mi vida». Nunca podremos prevenir la guerra o hablar con sensatez sobre paz y desarme, a menos que logremos penetrar

Extracto del libro That terrible love of war (2004)

de James Hillman (Tradución libre del inglés original)

Una sola frase de una escena de un film, Patton (1970), resume lo que este libro intenta comprender. El general se pasea por el campo de batalla al terminar la pelea. La tierra revuelta, tanques quemados, hombres muertos. Levanta a un oficial moribundo, lo besa, contempla el caos, y dice: «Me encanta! Dios me ayude pero la amo. La amo más que a mi vida».

Nunca podremos prevenir la guerra o hablar con sensatez sobre paz y desarme, a menos que logremos penetrar en este amor a la guerra. A menos que movamos nuestra imaginación hacia el estado marcial del alma, no podemos comprender su irresistible atracción. Esto quiere decir «ir a la guerra», y este libro busca inducir a nuestras mentes a prestar un servicio militar obligatorio. No vamos a entrar en esta batalla «en nombre de la paz», como suele declarar a menudo la retórica engañosa, sino en nombre de la guerra: para comprender la locura de su amor.

patton

Nuestro cívico desdén y horror pacifista, la aversión -legítima y sentida- hacia todo lo que tenga que ver con lo militar y el guerrero, deben dejarse a un lado aquí. Esto porque el principio básico del método psicológico es que para comprender cualquier fenómeno, ante todo debe ser imaginado empáticamente. Ningún síndrome puede ser desviado de su curso fatal, a menos que movamos primero la imaginación hacia su corazón.

La guerra es ante todo una tarea psicológica, quizá la primera de todas las tareas psicológicas, porque amenaza directamente tu vida y la mía, y la existencia de todos los seres vivos. Las campanas doblan por ti, y por todos. Nada puede escapar a la ira termonuclear, y si sus restos y quemaduras son inimaginables, su causa, la guerra, no lo es.

La guerra también es una tarea psicológica porque la filosofía y la teología, los campos que se supone están a cargo de pensar lo más pesado que atañe a nuestra especie, han descuidado la importancia primordial de la guerra. «La guerra es el padre de todas las cosas» dijo Heráclito en los albores del pensamiento occidental, y Emmanuel Levinas lo reafirma en el pensamiento occidental reciente como «el ser se revela a sí mismo como guerra». Entonces, si se trata de un componente primordial del ser, la guerra engendra la misma estructura de la existencia y nuestros pensamientos sobre ella: nuestras ideas sobre el universo, la religión, la ética; la guerra determina los patrones de pensamiento de la lógica aristotélica de los opuestos, las antinomias de Kant, la selección natural de Darwin, la lucha de clases de Marx, y hasta la represión freudiana del ello, a manos del ego y el superyo. Pensamos en términos guerreros, nos sentimos en guerra con nosotros mismos, e inconscientemente creemos que la depredación, la defensa territorial, la conquista y la interminable batalla de distintas fuerzas en oposición son las reglas básicas de la existencia.

Y sin embargo, acaso algún filósofo occidental importante -con la gran excepción de Thomas Hobbes, cuyo Leviathan fue publicado hace tres siglos y medio- ha dedicado un asalto completo al tema, o le ha dado la importancia primordial a la guerra que merece en la jerarquía de temas que abordan? Inmanuel Kant llegó tarde a ella (1795) con un breve ensayo que escribió pasados sus setenta años de edad y después de haber publicado todas sus obras principales. Él afirma el tema de este capítulo en pocas palabras muy parecido a Hobbes: «El estado de paz entre los hombres que viven lado a lado, no es el estado natural; el estado natural es el de la guerra». Pero aunque la guerra según esto es la condición humana primaria, su enfoque cae sobre la «paz perpetua», que titula su ensayo. Sobre la paz si, los filósofos y teólogos tienen mucho que decir, ya abordaremos la paz luego, con calma.

Desde las alturas de la contemplación de las mentes ilustradas, la guerra tiende a ser examinada a paso lento por los especialistas, o marginalmente como un subcapítulo que puede ser denominado «historia militar» en las manos de académicos y reporteros que se dedican al registro de los hechos. O se estudia por fuera de lo oficial, aislando su investigación en instituciones que a menudo están en guerra con otras instituciones rivales. La magia de su pensamiento transmuta matar en «eliminar», masacres en «conteo de cadáveres», el caos de la batalla en «escenarios», «teoría del juego», «costos/beneficios», y las armas se tornan «juguetes», las bombas se vuelven «inteligentes». Lo que necesitamos especialmente no es más indagación especializada sobre las guerras pasadas y futuras, sino más bien una psicología arquetipal -los mitos, filosofía y teología de lo más profundo de la mentalidad guerrera. Es ese el propósito de este libro.

Hay, por supuesto, muchos estudios excelentes sobre la agresión, actitudes depredoras, competencia genética y violencia; trabajos sobre las conductas de pandilla, la psicología de las masas y el agavillamiento; sobre la resolución de conflictos; sobre la lucha de clases, la revolución y la tiranía; sobre el genocidio y lo crímenes de guerra; sobre el sacrificio, los cultos al guerrero, la oposición tribal; sobre las estrategias geopolíticas, la tecnología de armamento, y textos que detallan la práctica y teoría de las guerras que se están librando por doquier en general así como el análisis de mentes más finas sobre guerras particulares; y por último, siempre de último, sobre los terribles efectos de la guerra sobre sus restos.

Los historiadores militares, reporteros de guerra que han pasado largas horas en el campo de batalla, comandantes guerreros en sus memorias directas de la guerra, de quienes he aprendido mucho y respetuosamente cito en las páginas que siguen, han ofrecido su conocimiento cargado de emoción. Otros intelectuales y excelentes escritores modernos, entre ellos Freud, Einstein, Simone Wiel, Virgina Woolf, Hannah Arendt, Robert J, Lifton, Susan Griffin, Jonathan Schel, Barbara Tuchman y Paul Fussel, han enfocado su inteligencia hacia la naturaleza de la guerra, como lo han hecho grandes artistas, desde Goya hasta Brecht, digamos. Sin embargo, el amplísimo estudio de Ropp sobre la idea de la guerra, concluye: «Las voluminosas obras de los intelectuales y militares contemporáneos no contienen ideas nuevas sobre los orígenes de la guerra… En la situación actual, una visión científica ‘satisfactoria’ sobre la guerra está tan lejos como siempre».

Desde una perspectiva más psicológica, Susan Sontag concluye de modo similar: «Verdaderamente no podemos imaginar lo que es. No podemos imaginar cuán horrenda, cuán terrorífica es la guerra -y cuán normal se puede tornar. No podemos entender, no podemos imaginar. Eso es lo que siente cada soldado, cada periodista, activista, asistente médico y observador independiente que ha prestado servicio bajo fuego y tenido la fortuna de escapar de la muerte que abatió a otros muy cerca. Y tienen razón» Pero aquí, se equivoca.

«No podemos entender, no podemos imaginar», es inaceptable. Nos libra de responsabilidades, nos desentiende de la tarea, admitir la derrota antes de comenzar. Lifton ha dicho que la tarea de nuestra era es «imaginar lo real». Robert Mc Namara, secretario de defensa durante la mayor parte de la guerra de Vietnam, mirando en retrospectiva, escribió: «ahora podemos entender estas catástrofes por lo que fueron: esencialmente, producto de un fracaso de la imaginación».  La sorpresa y sus consecuencias, el pánico y el terror, son debidas a «la pobreza de expectativas -los fracasos de la imaginación» de acuerdo con otro secretario de defensa, Donald Rumsfeld. Cuando compara la sorpresa de Pearl Harbor con la de las Torres Gemelas, el director de la Agencia de Seguridad Nacional, Michael Hayden, dice: «quizá, fue más aún un fracaso de la imaginación esta vez que la anterior».

El fracaso de la imaginación es otra forma de describir «la persistencia en el error» que Barbara Tuchman afirma conduce a las naciones y sus líderes hacia el barranco del desastre por la carretera de una pavorosa estupidez, en su estudio de las guerras, desde Troya hasta Vietnam. El origen de estos desastres yace en la mente poco imaginativa de «la vida política y burocrática que domina por sobre el intelecto funcional a favor de una economía de la vida mecanizada en el funcionamiento de la aplicación de las palancas conocidas». Las palancas y botones del deber, de seguir las jerarquías de orden sin imaginar nada más allá de la estrechez de los hechos reducidos a números aún más estrechos. Esto lo describe con precisión Franz Stangl, quien dirigía el campamento de la muerte de Treblinka, y también se encuentra en lo que Hannah Arendt definió como la banalidad del mal, a través de su paradigmático ejemplo del fracaso del intelecto y la imaginación en Adolf Eichmann.

Si queremos que los horrores de la guerra disminuyan y prosiga la vida, es necesario el esfuerzo de comprender e imaginar. Nosotros los humanos somos la especie privilegiada en cuanto a eso del entendimiento. Sólo nosotros tenemos la facultad y amplitud para comprender las tribulaciones del planeta. Quizá eso es lo que estamos aquí para hacer: traer algo de comprensión a fenómenos que no tienen necesidad de comprenderse ellos mismos. Puede ser hasta una obligación moral, el tratar de comprender la guerra. Esa famosa frase de William James, «el equivalente moral de la guerra», con el cual quería decir la movilización del esfuerzo moral, hoy día significa el esfuerzo de la imaginación, propuesto por Lifton y eludido por Sontag.

La incapacidad de entender puede ser porque nuestra imaginación está averiada y nuestros modos de comprensión exigen un cambio de paradigma. Si este agotador objeto, la guerra, no se doblega a nuestra herramienta, entonces debemos dejar de lado esa herramienta y buscar otra. La frustración puede estar no solamente en la obstinada persistencia de la guerra -esencialmente incomprensible, inimaginable. ¿Es culpa de la guerra que no hayamos logrado aprehender su significado? Debemos investigar sobre los defectos de nuestra herramienta: por qué no ha podido ni puede nuestro método comprender la guerra? Respuesta: de acuerdo con Einstein, los problemas no se pueden resolver desde el mismo nivel de pensamiento que los creó.

Uno esperaría que los sabios, los maestros de la guerra, como Sun tzu, Mao Tse-Tung, Maquiavelo y Clausewitz, habrían llegado ya a conclusiones sobre la guerra a estas alturas, más allá de brindar consejos para su desarrollo. Pero para ellos parece ser un asunto de ciencia pragmática. «Los elementos del arte de la guerra son: primero, la medición del espacio; segundo, la estimación de cantidades; tercero, los cálculos; cuarto, las comparaciones; y quinto, las probabilidades de alcanzar la victoria.» Mucho antes de que se vislumbrara el método científico moderno, ya este marco de pensamiento era aplicado a la guerra. El esquema empírico es atemporal, arquetipal. Empieza con lo ya dado -la guerra está aquí, es ahora, por tanto, qué hacer?- Las especulaciones sobre sus razones subyacentes, sobre el qué es y sus por qués, distraen de la gigantesca tarea de cómo llevar la guerra hacia la victoria. «Ningún teórico, ningún comandante», escribió Clausewitz, «debería molestarse con sofisticaciones psicológicas y filosóficas». Aún cuando la ciencia racional de la guerra admita lo obvio, que en los «asuntos militares, la realidad es sorprendentemente elusiva», omite cualidades esencialmente elusivas -y a menudo determinante- en todos sus cálculos. Son omitidos factores como el espíritu de lucha, el clima, las tendencias personales de los generales, las presiones políticas, la salud de los participantes, la pobreza de la inteligencia, las fallas tecnológicas, las órdenes malinterpretadas, los residuos en la memoria de eventos similares. La guerra es el parque de diversiones de lo incalculable. «Como moscas para chicos caprichosos, somos para los Dioses, / Nos matan como deporte» (El Rey Lear). Una clave para comprender la guerra empieza por aceptar la normalidad de su sorprendentemente elusiva sin razón.

La guerra exige un salto imaginativo, tan extraordinario y fantástico como el fenómeno en si. Nuestras categorías usuales no son lo suficientemente amplias, reduciendo el sentido de la guerra a la simpleza de explicar sus causas.

ek chua dios de la guerra

Tolstoi  se ríe de la idea de descubrir las causas de la guerra. En sus postdatas a La Guerra y la Paz (1869), ampliamente considerado como el estudio sobre la guerra más imaginativo y más completo que se haya emprendido nunca, concluye: «¿Por qué? ¿Por qué, millones de personas empezaron a matarse unas a otras? Quién les dijo que lo hicieran? Tal parece que debían haber previsto que esto no beneficiaría a ninguno de ellos, y empeoraría la vida de todos. ¿Por qué lo hicieron? Se pueden hacer conjeturas retrospectivas infinitas, y se hacen, sobre las causas de este evento sin sentido, pero el inmenso número de estas explicaciones, y su concurrencia en un propósito, solo prueba que las causas son innumerables y que ni una sola de ellas merece ser llamada la causa». Para Tolstoi, la guerra era gobernada por algo parecido a una fuerza colectiva, más allá de la voluntad individual.

La tarea, entonces, es imaginar la naturaleza de esta fuerza colectiva. El terrorífico prospecto de la guerra nos trae a un momento crucial en la historia de la mente, un momento cuando la imaginación se vuelve el método de elección, y una psicologización empática, aprendida a lo largo de un siglo de escucha en el consultorio, predomina sobre el obsoleto privilegio de la objetividad científica.

Como psicólogo, aprendí hace mucho tiempo que no podía explicar la conducta de mis pacientes, ni la de nadie, incluyendo la mía. Razones suficientes las hay: traumas, vergüenzas y miserias, defectos de carácter, el orden de nacimiento en la familia, la fisiología… causas infinitas que he imaginado como explicaciones. Pero estas posibles causas brindan poca comprensión a lo que parece depender de algo más, a razones de otro orden. Más adelante, aprendí que esta división que me dejaba perplejo en la práctica -la explicación y el método científico por un lado y por el otro la comprensión y el abordaje psicológico- ya había sido aclarada por pensadores alemanes desde Nietzsche y Dilthey pasando por Husserl, Heidegger, Jaspers y Gadamer. Y ancestro de todos ellos fue el genio napolitano Giambattista Vico, quien invento una «ciencia nueva» (el título de su libro de 1725, rebelión contra las insatisfactorias explicaciones sobre los asuntos humanos que yacen en el tipo de pensamiento de Newton y Descartes).

Vico piensa como un psicólogo profundo. Como Freud, él busca penetrar al trasfondo de los constructos convencionales, ir hacia sus capas ocultas y ocurrencias distantes. El razonamiento causal llega tarde en el camino de la evolución, dice Vico. La capa primordial de la mente es poética, mítica, expresada por universali fantastici, lo cual traduzco yo como patrones arquetipales de la imaginación. Las temáticas, son su interés, ya sea en las leyes o el lenguaje o la literatura – los temas recurrentes, los patrones y fuerzas eternas, ubicuas, emocionales, inevitables que se despliegan a lo largo de toda vida humana y sociedad, las fuerzas ante las cuales debemos doblegarnos, y que han sido mejor generalizadas como arquetipales. Para aprehender las presiones subyacentes a los asuntos humanos, debemos cavar hondo, ejecutar una arqueología de la mente para desenterrar los temas míticos, que siguen presentes a lo largo de los tiempos. La guerra es una de esas fuerzas intemporales.

El instrumento de esta excavación es la penetración: continuar, movernos hacia adelante, a través del insight (mirar hacia dentro) ganar en comprensión. «La comprensión nunca es un estado completo, estático de la mente», escribe el filósofo profundo Alfred North Whitehead. «Siempre lleva la marca del proceso de penetración, lo que más podemos lograr es auto conocimiento». Y continúa: «Si la civilización ha de sobrevivir, la expansión del entendimiento es una necesidad primordial». ¿Y cómo se cultiva el entendimiento? «El sentido de la penetración… tiene que ver con el crecimiento de la comprensión».

La guerra exige este tipo de penetración, pues de otro modo, sus horrores seguirán siendo inintelegibles y anormales. Debemos ir hacia los pensadores profundos con mentes penetrantes, y estos puede que no sean los expertos de guerra con amplia experiencia, ni quienes han alimentado sus teorías en peceras intelectuales. El hecho de que los filósofos no hayan puesto la guerra en el centro de sus obras, puede ser menos un pecado que una bendición, pues lo que la filosofía mejor nos ofrece en esta búsqueda es menos una teoría completa que una invitación a disfrutar del duro ejercicio del pensar y de la libre imaginación. La forma en que trabaja la mente de los filósofos, sus modos de pensar, son más valiosas para el estudiante que las conclusiones de su pensamiento.

Los patrones arquetipales de la imaginación, los universali fantastici, abarcan los eventos racionales y los irracionales, tanto los normales como los anormales. Estas distinciones palidecen a medida que penetramos en los grandes universales de la experiencia. La adoración; el amor sexual; la violencia; la muerte; el despojo y el duelo; la iniciación; el hogar; los ancestros y descendientes; la creación artística- y la guerra, son temas eternos, intemporales, de la existencia humana. Y se les da sentido a través de sus mitos. O, para ponerlo de otro modo: los mitos son las normas de lo irracional. Ese reconocimiento es el logro más grande de la mente griega, lo que ha hecho que destaque esa cultura sobre otras. Los griegos perfeccionaron la tragedia, donde se muestra directamente el gobierno mítico de los asuntos humanos, tanto públicos como familiares e individuales. Los griegos lograron articular la tragedia a estos tonos y por ende su imaginación es relevante para esta tragedia de la cual nos ocupamos acá: la guerra.

Esto quiere decir que para comprender la guerra, debemos ir a sus mitos. Reconocer que la guerra es un acontecer mítico, que quienes están inmersos en ella se encuentran en un estado mítico del ser, que su retorno es racionalmente inexplicable, y que el amor a la guerra nos dice de un amor a los dioses, los dioses de la guerra; y que no hay otros recuentos -ni políticos, ni históricos, ni sociológicos, ni psicoanalíticos- que puedan penetrar en esto (por lo cual la guerra sigue siendo «in-imaginable», «in-comprensible»), en las profundidades de la crueldad inhumana, el horror y la tragedia, ni a las alturas de la sublime transhumanización mística. La mayoría de los otros relatos sobre la guerra la abordan sin mito, sin dioses, como si estos estuvieran muertos y ausentes. Y sin embargo, ¿dónde más en la experiencia humana, excepto en la agonía y el ardor -esa extraña cópula del amor con la guerra- nos encontramos transportados a una condición mítica, y se nos hacen los dioses más reales?

ares y afrodita

Desde los preámbulos de las guerras hasta su último estertor, hay una sensación pesada, de necesidad, de fatalidad que pende sobre los implicados en la guerra: no hay vuelta atrás, no hay salida. Este es el efecto del mito. El pensamiento y la acción humanas se encuentran sujetos a la repentina intervención de la fortuna y lo accidental -la bala perdida, el orden extraviado, «por falta de un clavo, se perdió el zapato»… Sobran testigos de esta impredictibilidad a lo largo de la historia. Por ende, una ciencia racional de la guerra solo puede llegar hasta cierto punto, hasta el borde de la comprensión. En ese punto límite, se requiere un salto imaginativo, un salto hacia el mito.

Las explicaciones brindadas por el pensamiento científico son necesarias para el ejercicio de la guerra. Pueden calcular y explicar las causas de extravíos de artillería y fallas de logística. Pero acaso pueden conducirnos hacia la batalla? O hacia la comprensión de la guerra? No podemos entender la Guerra Civil (estadounidense) apuntando a su causa inmediata -los disparos sobre el Fuerte Sumter en South Carolina en 1861- ni por sus causas próximas- la elección de Lincoln en el otoño de 1860- ni por una lista de causas subyacentes, las pasiones que irritaban al colectivo: la secesión, abolición de la esclavitud, la economía del algodón, la expansión hacia el Oeste, las luchas de poder en el Senado… ad infinitum. Tampoco una compilación de los factores de la complejidad de esa guerra nos brindarán lo que buscamos. Incluso la suma total de cada una de las explicaciones que se puedan esgrimir, no darían sentido a la horrenda y repetitiva carnicería de batalla tras batalla de esa guerra que duró cuatro años. Lo mismo aplica para Vietnam, para las guerras Napoleónicas. El eslabón perdido en la cadena de causas es el que enlaza su sentido para alcanzar su comprensión. La erupción emocional de Patton -«Me encanta, Dios me ayude, me encanta»- nos acerca más que una avalancha de explicaciones.

Ahora estamos mejor situados para estar de acuerdo con la conclusión de Ropp citada anteriormente, que una visión científica «satisfactoria» sobre la guerra, está más lejos que nunca. Seguirá lejana por siempre, porque el sentido de la guerra está más allá del ensamblaje de sus datos y explicaciones causales. Esta severa conclusión promueve una creencia infortunada: dado que la guerra no puede ser explicada, no puede ser comprendida.

Yo espero que este libro nos saque de este apuro, de sentir que algo tan poderoso y tan usual no pueda encontrar medida adecuada. Una psicología que es filosófica, una filosofía que es psicológica, ha de poder vislumbrar algo en su oscuridad. La guerra implora sentido, y asombrosamente brinda sentido, también. Un sentido que se encuentra en el medio de su caos. Algunos hombres que sobreviven a la batalla regresan contando que fue la época más significativa de sus vidas, trascendental, superior a todos los demás sentidos. Libros importantes han recogido estos testimonios y se dedican a este tema. A pesar de la desgastadora confusión, del entumecimiento, del horror, el sentido aparece entre aquellos implicados en la guerra, el sentido sin explicación, in comprensión cabal, pero que puede durar toda una vida. Después de la II Guerra Mundial, una mujer francesa le contaba  J. Glenn Gray «Sabes que no quiero la guerra, que no deseo que regrese. Pero al menos me hacía sentir viva, como no he vuelto a sentirme viva, ni antes ni después de entonces».

Declarar la guerra como normal (título del primer capítulo de este libro) no elimina las patologías de conducta, la enormidad de su devastación, el intolerable dolor que acaece en la guerra sobre cuerpos y almas. Tampoco la idea de que la guerra es normal sirve para justificarla. Hay brutalidades como la esclavitud, los castigos crueles, el abuso infantil, la mutilación corporal, que siguen siendo reprensibles aunque puedan tener aceptación política y estén incorporadas a las leyes. Aunque la frase «La Guerra es Normal» pueda escandalizar nuestra moral y herir nuestro idealismo, allí está, se sostiene sólidamente, como afirmación de un hecho innegable.

James Hillman (1926 – 2011)

   
Share this

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *