Fotografías populares por Alejo Carpentier

Literatura

Hay una anécdota que sintetiza para mí todo el espíritu rococó del 1900… Cierta dama parisiense dotada de ilustre nombre de guerra, y cuyas formas opulentas y gloriosas pueden admirarse todavía, algunas tardes en el bar de La Coupole, llegó a ser tan famosa por sus aventuras galantes, en aquella época tan remota, que el exkaiser Guillermo II le manifestó, por vías discretas, su deseo de conocerla más íntimamente. La dama no se dejó asombrar por el honor conferido a su reputación, y respondió, sin pérdida de tiempo, al brillante emperador: -Acepto… Si nos devuelve la Alsacia y la Lorena.

Hay una anécdota que sintetiza para mí todo el espíritu rococó del 1900… Cierta dama parisiense dotada de ilustre nombre de guerra, y cuyas formas opulentas y gloriosas pueden admirarse todavía, algunas tardes en el bar de La Coupole, llegó a ser tan famosa por sus aventuras galantes, en aquella época tan remota, que el exkaiser Guillermo II le manifestó, por vías discretas, su deseo de conocerla más íntimamente.

La dama no se dejó asombrar por el honor conferido a su reputación, y respondió, sin pérdida de tiempo, al brillante emperador:

-Acepto… Si nos devuelve la Alsacia y la Lorena.

Emiliene d'Alençon
Emiliene d’Alençon

Como era de esperarse, la aventura se detuvo en este prólogo heroico, fijando, sin embargo, el rasgo típico de años en que las artistas de “varietés” solían conocer de muy cerca a las cabezas coronadas.

Hoy, cuando recordamos a las heroínas de tantas aventuras celebres, pensando que hicieron perder la cabeza a más de un príncipe europeo, no podemos reprimir una sonrisa un tanto irónica. Como testimonio de sus encantos idos, esas mujeres privilegiadas sólo pudieron legarnos sus fotografías.  ¡Y qué fotografías aquellas! Los primitivos artistas de la cámara encargados entonces de fijas sus figuras, acumularon en ellas toda la cursilería de una época cursi. Las formas delicadas de Liana de Pougy, Emiliene d’Alencón, Cleo de Merode, la bella Otero, Mademoiselle Geraldine, y otras de menor cuantía, llegan hasta nosotros, por obra del retrato fotográfico, acompañadas de actitudes, ojos al cielo, manos unidas, alas de ángeles, tules, trajes de ciclista, ramos de flores con varios pisos, y “fondos” más o menos bucólicos, mostrando puentes de idilio, sauces llorones, columnas truncas, y boscajes esfumados. Por alrededores del año 1900, la fotografía era ya calificada de “arte”, pero cuando el fotógrafo hundía la cabeza en las tinieblas misteriosas de su acordeón, el paciente endomingado, con la cabeza sostenida por tres soportes de alambre, creía a veces, seriamente, que “un pajarito” acabaría por salir del ojo del lente.

El auge primero de la fotografía originó dos géneros de postales, totalmente desconocidos a mediados del siglo pasado: la postal picaresca y la postal amorosa. La postal picaresca presentaba asuntos pocos variados: bañistas de Trouville o de Ostende, luciendo medias negras, hermético maillot de anchas rayas horizontales, y sosteniendo, generalmente, una red de cazar mariposas en una mano; otras desarrollaban el eterno tema de la dama, cubierta de encajes y llevando mitones, que asegura una de sus ligas con aire cómplice.

La postal amorosa subsiste aún en su forma original: ofrece variaciones infinitas del motivo de la joven que alza los ojos hacia una nubecilla que flota la imagen de un caballero soñador, o combina parejas en actitudes más o menos santas. Estas postales siempre vienen acompañadas de inscripciones tales como: “siempre pensando en ti”, “sufro cuando estas ausente”, “eres la presentida”, “hay algo que no me atrevo a decirte”, o “siempre unidos”.

Bella Otero
Bella Otero

La única diferencia entre las postales de este género que se imprimían hace veinte y cinco año y las que se venden hoy, está en que, al juzgar por ellas, la mujer ha evolucionado considerablemente en lo que se refiere a su ideal del hombre. Los primero representantes del sexo fuerte que intervenían en las tiernas escenas, eran unos caballeros graves, de unos cuarenta años, vestidos de frac y dotados de enormes bigotes y a menudo de barba. Poco a poco la imagen masculina se ha ido suavizando, hasta trocarse, en nuestro días, por las de unos jovencitos empomados, propietarios de indumentarias fantasiosas y afectadas – a veces pullovers multicolores –, que acaban por parecer más femeninos que sus enamoradas compañeras… Por lo demás, tocante a “iluminaciones” rosadas y azules, y a piedrecitas plateadas fijadas en las tiaras, cinturones y sortijas, la fórmula de estas postales no ha variado. Siguen siendo, por ello, una de las más deliciosas manifestaciones folklóricas de las ciudades modernas.

En la época presente, en que el arte de la fotografía se ha despojado un tanto de su cursilería primera, la cámara conserva, sin embargo, una de sus virtudes originales: la de revelarnos la ingenuidad que vive todavía en el espíritu de muchos de nuestros contemporáneos. Es indudable que la fotografía popular, – tan bellamente impuesta entre nosotros con ayuda de los cañones y el mono enjaulado de Ramón Carreras –, nos sitúa ante verdaderos monumentos de candidez. En ciertos estantes de la Calzada del Montes y calles del Cerro, pueden admirarse unas “Bodas” llenas del más maravilloso carácter. Al lado de ellas deben citarse los temas, que abundan en esas fotografías, de los dos amigos estrechándose la mano, de la prole desnuda, y del novio que se ha retratado para su novio luciendo una flamígera corbata nueva. (Los que tienen buena memoria recordarán una verdadera obra maestra de la fotografía popular, que estuvo expuesta durante años en la Calzada del Monte, a la altura, aproximadamente, del actual Capitolio: se trataba de cierto niño desnudo, fotografiando en cierto cisne, en actitud difícil de explicar).

Ese donde de revelar la ingenuidad de nuestros semejantes, no resalta solamente en la fotografía popular. Muchas fotografías firmadas por los maestros de estudios caros y prestigiosos, tienen la misma virtud, con la sola diferencia de que en ellas la candidez del retratado se manifiesta en el deseo de verse “mejorado” física o espiritualmente. He visto numerosos retratos de chicos más o menos bien, de aquellos cuya cultura no salva los límites de unas cuantas novelas de Nick Carter leídas en la adolescencia, posando ante el lente con la mirada fija en un libro abierto. Otros adoptan poses reflexivas e interesantes… En las mujeres, la ingenuidad se revela en el afán de que “retoquen” las pruebas hasta el absurdo, para quedar libres de toda imperfección física, y poder dar, de este modo, una suerte de “gatazo” a los no enterados.

En el fondo la fotografía nos dice mucho sobre la psicología de un individuo.  La idea de ver sus rasgos fijados en un trozo de cartulina, hace que muchas personas aspiren a aparecer como no lo son en realidad, o si queréis, aparecerse a lo que quisieran ser. La mujer que tiraniza al fotógrafo para ser embellecida, piensa: ¡qué bien estaría yo sin esta triple papada o esta cara cuadrada! El hombre que se fotografía con su atavío de luces, se dice inconscientemente: “¡oh, si pudieras vestirme así todos los días!”… En las fotografías de gentes humildes se nota siempre un anhelo de igualar tal o cual ideal de brillantez o “decencia”.

Cleo de Merode
Cleo de Merode

En Europa, donde los mediocres constituyen una gran masa de la población, las fotografías ingenuas siguen produciéndose en toda pureza. Las hermosas de hoy, no se fotografían ya en traje de ciclista ni lucen talles de avispa, como las del año 1900. Nos legan retratos que darán más brillante idea de ellas a los hombres de mañana, que los que nos hablan de sus mayores. Pero el modesto tendero que se casa, el novio que trueca rara vez la gorra por el sombrero de fieltro, siguen de buena fe dejando sus siluetas en las cámaras de los barrios populares – siluetas que no se diferencias mucho de las que se mueven en las creaciones de Charlie Chaplin y en las comedias de Mack Sennett.

En realidad, sólo los salvajes, no contaminados por la civilización, saben fotografiarse. Como están perfectamente satisfechos de su condición, y no aspiran a parecerse a ideal alguno, posan ante el fotógrafo con una naturalidad digna de los dioses. Ciertas revistas etnográficas presentan a veces fotografías de muchachas maoríes, de indias o doncellas sudanesas, divinamente desnudas, cuyas carnes tersas, llenas de vida, respiran una dignidad y una suficiencia sana, que han perdido, hace siglos, los habitantes de las ciudades. Quienes conocen el uso de la chistera han dejado de ser noblemente fotogénicos.

Esto sin contar que a menudo la fotografía puede enterarnos de los tristes papeles que hemos desempeñado, alguna vez, durante la infancia, por obra del “buen gusto” de nuestros parientes y amigos… En una ocasión, Felipe Sassone me narró el furor que le había causado el descubrimiento en un álbum de familia, de una fotografía en que se le veía, a la edad de seis años, luciendo un indescriptible disfraz de ángel.

-Al pensar que algún día pudieron exhibirme en facha tan ridícula – afirmaba el comediógrafo –, perdí todo respeto por mis padres…

Publicado en la revista Carteles (1930)

Alejo Carpentier. Crédito: Agencia Peruana de Noticias
Alejo Carpentier. Crédito: Agencia Peruana de Noticias

Alejo Carpentier y Valmont

(Lausana, Suiza, 26 de diciembre de 1904 – París, Francia, 25 de abril de 1980). Escritor cubano.

La familia Carpentier se instala en La Habana entre 1908 ó 1909.

Hijo de un arquitecto francés y una profesora rusa, inicia estudios de arquitectura en 1921, que abandona dos años más tarde, pasando a ejercer como periodista en la revistas Hispania, Social y Carteles, destacando también como musicólogo. En 1924 es nombrado redactor jefe de la revista Carteles. Encarcelado en 1927 por su actividad política de oposición al dictador Machado, en 1928 abandona Cuba para establecerse en París. Allí se dedica a actividades relacionadas con la música, siendo corresponsal de diversas revistas culturales cubanas.

Entra en contacto con la vanguardia, especialmente con el surrealismo, y colabora en la revista Révolution Surréaliste de André Breton. En 1933 publica en Madrid su primera novela ¡Ecué-Yamba-Ó!, aunque la que marca su madurez literaria es El reino de este mundo. En España entabla amistad con los poetas de la Generación del 27 Pedro Salinas, Rafael Alberti y Federico García Lorca.

En 1937 participa en el II Congreso por la Defensa de la Cultura y tras dos años en Europa regresa a Cuba. Continúa su labor periodística en la radio y en revistas como Tiempo Nuevo y Orígenes. Entre 1945 y 1959 vive en Venezuela, para volver a instalarse en Cuba tras la victoria de Fidel Castro.

Desempeña las responsabilidades de director de la Editora Nacional y de vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, siendo además consejero cultural en las Embajadas de Cuba en diversas capitales iberoamericanas y del este de Europa. Sus últimos años los pasa en Francia como alto funcionario diplomático en la embajada de París. (Fuente: www.cervantes.es)

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