Films de Jorge Luis Borges

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Escribo mi opinión de unos films estrenados últimamente.                 El mejor, a considerable distancia de los otros: El asesino Karamasoff (Filmreich). Su director (Ozep) ha eludido sin visible incomodidad los aclamados y vigentes errores de la producción alemana – la simbología lóbrega, la tautología o vana repetición de imágenes equivalentes, la obscenidad, las aficiones teratológicas, el satanismo – sin tampoco incurrir en los todavía menos esplendorosos de la escuela soviética: la omisión absoluta de caracteres, la mera antología fotográfica, las burdas seducciones del comité. (De los franceses no habló: su mero y pleno afán hasta ahora es el de no

Escribo mi opinión de unos films estrenados últimamente.

                El mejor, a considerable distancia de los otros: El asesino Karamasoff (Filmreich). Su director (Ozep) ha eludido sin visible incomodidad los aclamados y vigentes errores de la producción alemana – la simbología lóbrega, la tautología o vana repetición de imágenes equivalentes, la obscenidad, las aficiones teratológicas, el satanismo – sin tampoco incurrir en los todavía menos esplendorosos de la escuela soviética: la omisión absoluta de caracteres, la mera antología fotográfica, las burdas seducciones del comité. (De los franceses no habló: su mero y pleno afán hasta ahora es el de no parece norteamericanos – riesgo que ciertamente no corren.) Yo desconozco la espaciosa novela de la que fue excavado este film: culpa feliz que me ha permitido gozarlo, sin la continúa tentación de superponer el espectáculo actual sobre la recordada lectura, a ver si coincidían. Así, con inmaculada prescindencia de sus profanaciones nefandas y de sus meritorias fidelidades – ambas importantes –, el presente film es poderosísimo. Su realidad, aunque puramente alucinatoria, sin subordinación ni cohesión, no es menos torrencial que la de Los muelles de Nueva York, de Josef von Sternberg. Su presentación de una genuina, candorosa felicidad después de un asesinato, es uno de sus altos momentos. Las fotografías – la del amanecer ya preciso, la de las bolas monumentales de billar aguardando el impacto, la de la mano clerical de Smerdiakov, retirando el dinero – son excelentes, de invención y de ejecución.

                Paso a otro film. El que misteriosamente se nombra Luces de la ciudad de Chaplin ha conocido el aplauso incondicional de todos nuestros críticos; verdad es que su impresa aclamación es más bien una prueba de nuestros irreprochables servicios telegráficos y postales, que un acto personal, presuntuoso. ¿Quién iba a atreverse a ignorar que Charlie Chaplin es uno de los dioses más seguros de la mitología de nuestro tiempo, un colega de la inmóviles pesadillas de Chirico, de las fervientes ametralladoras de Scarface Al, del universo finito aunque limitado, de las espaldas cenitales de Greta Garbo, de los tapiados ojos de Gandhi? ¿Quién a desconocer que su novísima comedie larmoyante era de antemano asombrosa? En realidad, en la que creo realidad, este visitadísimo film del espléndido inventor y protagonista de La quimera del oro no pasa de una lánguida antología de pequeños percances, impuestos a una historia sentimental. Alguno de estos episodios es nuevo; otro, como el de la alegría técnica del basurero ante el providencial (y luego falaz) elefante que debe suministrarle una dosis de raison d´être, es una reedición facismilar del incidente del basurero troyano y del falso caballo de los griegos, del pretérito film La vida privada de Elena de Troya. Objeciones más generales pueden aducirse también contra City Lights. Su carencia de realidad solo es comparable a su carencia, también desesperante, de irrealidad. Hay películas reales – El acusador de sí mismo, Los pequeros, Y el mundo marcha, hasta La melodía de Broadway –; las hay de voluntaria irrealidad: las individualísimas de Borzage, las de Harry Langdon, las de Buster Keaton, las de Eisenstein. A este segundo género correspondían las travesuras primitivas de Chaplin, apoyadas sin duda por la fotografía superficial, por la espectral velocidad de la acción, y por los fraudulentos bigotes, insensatas barbas postizas, agitadas pelucas y levitones portentosos de los actores. City Lights no consigue esa realidad, y se queda en inconvincente. Salvo la ciega luminosa, que tiene lo extraordinario de la hermosura, y salvo el mismo Charlie, siempre tan disfrazado y tan tenue, todos sus personajes son temerariamente normales. Su destartalado argumento pertenece a la difusa técnica conjuntiva de hace veinte años. Arcaísmo y anacronismo son también géneros literarios, lo sé; pero su manejo deliberado es cosa distinta de su perpetración infeliz. Consigno mi esperanza – demasiadas veces insatisfecha – de no tener razón.

                En Marruecos de Sternberg también es perceptible el cansancio, si bien en grado menos todopoderoso y suicida. El laconismo fotográfico, la organización exquisita, los procedimientos oblicuos y suficientes de La ley del hampa, han sido reemplazados aquí por la mera acumulación de comparsas, por los brochazos de excesivo color local. Sternberg, para significar Marruecos, no ha imaginado un medio menos brutal que la trabajosa falsificación de una ciudad mora en suburbios de Hollywood, con lujos de albornoces y piletas y altos muecines guturales que preceden el alba, y su resolución en claridad, en desierto, en punto de partida otra vez, es la nuestro primero Martin Fierro o la de la novel Sanin del ruso Arzibáshef. Marruecos se deja ver con simpatía, pero no con el goce intelectual que produce La batida, la heroica.

Jorge Luis Borges

                Los rusos descubrieron que la fotografía oblicua (y por consiguiente deforme) de un botellón, de una cerviz de toro o de una columna, era de un valor plástico superior a la de mil y un extras de Hollywood, rápidamente disfrazados de asirios y luego barajados hasta la total vaguedad por Cecil B. de Mille. También descubrieron que las convenciones del Middle West – méritos de la denuncia y del espionaje, felicidad final y matrimonial, intacta integridad de las prostitutas, concluyente uppercut administrado por un joven abstemio – podían ser canjeadas por otras no menos admirables. (Así, en uno de los más altos films del Soviet, un acorazado bombardea a quemarropa el abarrotado puerto de Odessa, sin otra mortandad que la de unos leones de mármol. Esa puntería inocua se debe a que es un virtuoso acorazado maximalista.) Tales descubrimientos fueron propuestos a un mundo saturado hasta el fastidio por las emisiones de Hollywood. El mundo los honró, y estiró su agradecimiento hasta pretender que la cinematografía soviética había obliterado para siempre a la americana. (Eran los años en que Alejandro Block anunciaba, con el acento peculiar de Walt Whitman, que los rusos eran escitas.) Se olvidó, o se quiso olvidar, que la mayor virtud del film ruso era su interrupción de un régimen californiano continuo. Se olvido que era imposible contraponer algunas buenas o excelentes violencias (Iván el Terrible, El acorazado Potemkin, tal vez Octubre) a una vasta y compleja literatura, ejercitada con desempeño feliz en todos los géneros, desde la incomparable comicidad (Chaplin, Buster Keaton y Langdon) hasta las puras invenciones fantástica: mitología de Krazy Katy de Bimbo. Cundió la alarma rusa; Hollywood reformó o enriqueció alguno de sus hábitos fotográficos y no se preocupó mayormente.

                King Vidor, si. Me refiero al desigual director de obra tan memorables como Aleluya y tan innecesarias y triviales como Billy the Kid: púdica historiación de las veinte muertes (sin contar mejicanos) del más mentado peleador de Arizona, hecha sin otro mérito que el acopio de tomas panorámicas y la metódica prescindencia de close-ups para significar el desierto. Su obra más reciente, Street Scene, adaptada de la comedia del mismo nombre del expresionitas Elmer Rice, está inspirada por el mero afán negativo de no parece “standard”. Hay un insatisfactorio mínimun de argumento. Hay un héroe virtuoso, pero manoseado por un compadrón. Hay una pareja romántica, pero toda unión legal o sacramental les está prohibida. Hay un glorioso y excesivo italiano, larger than life, que tiene a su evidente cargo toda la comicidad de la obra, y cuya vasta irrealidad cae también sobre sus normales colegas. Hay personajes que parecen de veras y hay otros disfrazados. No es, sustancialmente, una obra realista; es la frustración a la represión de una obra romántica.

                Dos grandes escenas la exalta: la del amaneer, donde el rico proceso de la noche está compendiado por una música; la del asesinato, que no es presentado indirectamente, en el tumulto y en la tempestad de los rostros.

Publicado en la revista Discusion (1932)

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