El ciudadano ilustre

Artes Visuales, Cine, LIMBO, Literatura, Publicación

Nadie es profeta en su tierra, es una sentencia que podría sintetizar la primera impresión que genera al espectador la más reciente película de Andrés Duprat (guionista), Mariano Cohn y Gastón Duprat (directores). Hay otra imagen que me quedó dando vueltas después de verla, perturbadora e incomprensible. La visión de un flamingo muerto (o eso parece) que da inicio este film argentino del año 2016, ganadora del premio Goya en 2017. Competía con Desde allá (2015), ópera prima de Lorenzo Vigas. En 2014 ganó otra ópera prima nacional, Azul y no tan rosa (2012), contra El médico alemán de Lucía Puenzo

Nadie es profeta en su tierra, es una sentencia que podría sintetizar la primera impresión que genera al espectador la más reciente película de Andrés Duprat (guionista), Mariano Cohn y Gastón Duprat (directores).

Hay otra imagen que me quedó dando vueltas después de verla, perturbadora e incomprensible. La visión de un flamingo muerto (o eso parece) que da inicio este film argentino del año 2016, ganadora del premio Goya en 2017.

Competía con Desde allá (2015), ópera prima de Lorenzo Vigas. En 2014 ganó otra ópera prima nacional, Azul y no tan rosa (2012), contra El médico alemán de Lucía Puenzo (2013). En aquella ocasión mi simpatía estaba con la competidora de Argentina. Este año con la venezolana. Y los dictámenes del jurado fueron contrarios a mis apuestas.

Una conclusión que podría derivar de este resultado es que las mayorías nunca tienen la razón, o que los concursos tienen sus preferencias e intereses muchas veces políticos, económicos o arbitrarios, en todo caso externos a la calidad de la obra. Conclusión que iría muy bien con el espíritu de El ciudadano ilustre, pues la cinta aborda el debate en torno a las reglas del arte, como las llamó un sociólogo francés. Es decir, esa crítica despiadada que pretende desmontar la ilusión de independencia del arte y asumirlo como producto cultural que se rige por las mismas normas que el resto de instituciones humanas.

Es un tema que ya han tocado antes Cohn y Duprat, que incluso parece ser el centro de su filmografía, más evidente en El artista (2008), donde un enfermero pasa por suyos los dibujos de un anciano demente y se convierte en exitoso artista contemporáneo, luego de aprender a armar un portafolio y dominar algo de la jerga del gremio, para vender y quedar bien en entrevistas e inauguraciones.

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Desde otro ángulo de esta misma discusión, me resulta pertinente recordar ese juicio personal e ironizar con él y conmigo misma, porque El ciudadano ilustre está cargada de ironías y no salvan de ello al protagonista. Ese escritor misántropo que lanza discursos admonitorios al público, tildándonos de brutos y convencionales, esclavos de las apariencias y formalidades, traidores al arte como expresión genuina de una fuerza psíquica natural, indestructible, que ha existido siempre y seguirá existiendo no precisamente gracias sino a pesar de quienes nos dedicamos torpemente a mostrarlo, comprarlo, estudiarlo, cultivarlo, cuidarlo, normarlo… es decir a desvitalizarlo.

Pero una lectura cuidadosa nos lleva a percibir que la ironía es más implacable aún con el artista, encarnado por el personaje principal e inevitablemente (sea deliberado este gesto o no) aludiendo al propio realizador del film. Porque no hay peor esclavo de las vanidades y juegos de poder en el mundo del arte, que su protagonista. Ese a quien idealizamos los espectadores, lectores, promotores, críticos y audiencias. El artista.

Pero no hay crítico más despiadado de la vanidad del creador, que él mismo. O al menos en este caso, para un artista crítico y consciente, hasta la entrega del Premio Nóbel se tiñe de  una amargura lúcida. La ironía de un reconocimiento oficial que implica el consenso de público general, editores, especialistas y hasta de reyes; alimenta la vanidad, llena de orgullo por el reconocimiento de un mérito indiscutible, pero al mismo tiempo indica que el creador se ha institucionalizado, se ha convertido en poder. El laureado escritor se niega a cumplir con las formas convencionales de una ceremonia monárquica, urde un discurso cínico, agresivo. Y el público aplaude estrepitosamente lo que quizá fue concebido como un insulto a su docilidad, pero a la vez también es congruente con el personaje en cuestión y parte del valor que se le aplaude. Se espera de él que sea albacea de la singularidad y alimente nuestra esperanza de salvarnos de la masificación absoluta. Con lo cual cumple los requisitos de la institución, alcanzando un rango elevado en el gremio del arte y la intelectualidad por un lado, y en la cultura de masas, por el otro; se transforma en una celebridad, a la altura de Diego Maradona y del Papa Francisco, como le señalan sus paisanos.

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Si nos identificamos como público, crítico o promotor cultural de pueblo (no hay que olvidar que nos movemos precisamente en el mundo de “Salas” acá, es decir en una pequeña ciudad latinoamericana), podríamos sentirnos agredidos por esta sátira mordaz, como señalamiento a nuestra propia imbecilidad. Ofendidos ante la percepción de su arrogancia, al pretender diferenciarse de esa masa que impugna y a la cual inevitablemente todos pertenecemos, de alguno u otro modo, por lo cual es difícil no sentirse aludidos. Pero creo que esta susceptibilidad implica una dificultad para captar la totalidad de la ironía de los autores.

Hay grandes artistas cuya sencillez es diáfana y a la vez profunda. Me parece intuir en El ciudadano ilustre una cierta nostalgia por esa sencillez del genio. Que no es la suya. Pues este equipo de realización pertenece al otro grupo; el del artista brillante, ingenioso, agudo, crítico, que despierta odios y admiración, ambivalencia. Pues la ambivalencia es su sello particular. Esa constante lucha entre la autenticidad y la vanidad, el esfuerzo por ver al mundo desnudo y en ese mirar reconocerse a sí mismo como personaje cómplice del mismo juego. Es el artista talentoso que cuestiona y se cuestiona. Lejos del sabio que ha recuperado el asombro y la alegría del niño ante la belleza del mundo en las cosas sencillas, pero quizá anhelando alcanzar esa pureza. Hay una pista en ese sentido, cuando el famoso escritor le dice al recepcionista del hotel que sus textos de aficionado son buenos, que no debe alejarse de la sencillez. También en el genio creador incomprensible del silencioso anciano paciente de El artista, quien muere sin que logremos descubrir si era consciente de lo que hacía.

Pero no es el caso de estos artistas, encarnados por Daniel Mantovani, el Nóbel argentino de Salas, quien vive en una torre de marfil, su hermosa casa europea, donde desciende a atender a la secretaria que se ocupa de todas las trivialidades de su vida que puede darse el lujo de delegar, bajando las escaleras desde una biblioteca ampulosa en su elegancia excesiva, obscenamente sobria. Los directores nos muestran cómo el hombre despliega violentamente su influencia para imponerse sobre el resto en la deliberación del jurado en ese concurso de pintura que desprecia de entrada, cómo afirma engreído que es “el culpable de haber hecho famoso a Salas”, cómo muestra orgulloso su herida de bala con esos lentes blancos tan chic ante las cámaras fotográficas. Cómo nos sonríe directamente, mirándose a los ojos con el espectador. Cómo se debate continuamente entre su deseo de ser libre y su impostura de intelectual. No es casual que haya escogido la palabra “libertad” para asociar con “cultura” en su discurso de despedida al pueblo. La libertad quizá no existe. Más que a los alcaldes, directores de cultura, críticos, curadores y productores, el artista teme a sí mismo. Y con razón, porque se encuentra irremediablemente sometido -como cada uno de nosotros- al poder como fenómeno poliforme, omnímodo y sobre todo presente en nuestro propio actuar, pensar y proceder cotidiano. No podemos escapar.

Vuelvo entonces al flamingo muerto. Esa imagen tan extraña que anuncia fugazmente el tono melancólico que predominará en esta comedia negra. Si tratamos de encontrarle un sentido más allá de esa impresión de algo depresivo e inquietante, podemos recurrir a pensar sobre este animal y sus múltiples connotaciones posibles. Una referencia a la migración, quizá. Al intelectual que sale de América para diferenciarse, abrazando la cultura europea definitivamente y desapegándose de sus orígenes. O una alusión a ese occidental de segunda que somos los latinoamericanos, atrapado en el laberinto de una identidad conflictuada por el trauma originario de la colonización. Los carros que no arrancan son la mejor imagen de este tema en la película. Esa fallida modernidad de nuestros pueblos, ese anhelo de progreso siempre estancado, siempre a punto de sin llegar a ser. Aunque, como le dice el protagonista a su compañero en el jurado, sus novelas, y esta película, podrían haberse ambientado en casi cualquier lugar del mundo. Lo importante es que este es el suyo. No perdamos de vista que los personajes de este escritor nunca pudieron salir de Salas. Quizá los espectadores podamos  ver a Mantovani como extranjero, según desde dónde nos ubiquemos. Pero él no tiene dudas. Es argentino y salense, muy a su pesar. Y lo sabe bien. Cuando habla del pueblo, con un odio entrañable, habla de sí mismo. Hasta sigue enamorado de su primera novia. Incluso pudiéramos argumentar que tuvo que regresar a Salas para recuperar el sentido de su vida y volver a escribir. Después de haber visto la arrogancia de su discurso inicial en la entrega del premio, nos confunden sus demostraciones de dulzura y sensibilidad en ese encuentro. Ver cómo invierte energía en sus clases magistrales para un público cada día más escaso, cómo llora de emoción ante un video horrendo sobre su infancia y recibe elegantemente todos los regalos y abrazos prodigados, traicionando todas las reglas de su papel de intelectual introvertido e irreverente.

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Daniel Mantovani saludando sobre un camión de bomberos, con reina de belleza y alcalde incluidos, recibiendo su medalla de ciudadano ilustre y celebrando la inauguración del busto con su efigie, respondiendo con seriedad preguntas formuladas sin interés en la televisora local, está tan desubicado, tan fuera de lugar, tan extraño en su pueblo de origen como un flamingo mal puesto en el jardín de una casa. El flamingo, esa ave de color rosa intenso, tan cinematográfica, tan inverosímil, tan fuera de lugar en cualquier paisaje, que no pertenece a una clase específica, que no tiene hogar fijo y pasa su vida en tránsito de un clima a otro, pudiera ser imagen de todo migrante, de todo aquél que se aleja de su pueblo para encontrarse a sí mismo. Para descubrir alcanzada la madurez que se ha convertido en extranjero para siempre, pues nunca ha pertenecido al sitio que le acogió pero tampoco pertenece ya al pueblo de origen. O quizá todos somos migrantes. Pudiéramos ver la vida como un viaje, que en la primera mitad del camino nos aleja del principio, de los valores y costumbres paternos, en la lucha por llegar a ser. Y después de alguna encrucijada vital se gira en sentido contrario y volvemos a encontrarnos en los recuerdos de la infancia, en alguna tradición popular de nuestra cultura o en la belleza de un paisaje agreste.

El artista, individuo signado por el destino con un afán de originalidad, un deseo imperioso de diferenciarse, de hacer las cosas distinto y a su modo, será siempre un flamingo. Pertenece a la casta de los excluidos, de los desterrados. Ave exótica en su propia tierra, extranjero en su familia y en su pueblo. Lo cual no implica que no tenga, como todos, aspectos domados, domesticados. Como lo dice el personaje de la película, hay infinidad de grandes creadores que llevaron, llevan y llevarán vidas apacibles, que pueden ser buenos esposos, madres y ciudadanos. Pero hay una cualidad que pudiera entenderse como don o como maldición, según el estado de ánimo, que es inherente al artista. Y es la búsqueda constante de lo extraordinario. Esta tendencia puede llevarle a complicar o investir de un aura especial lo cotidiano, negarse a aceptar lo corriente, o peor aún a pretender aportar algo totalmente nuevo al universo ya atiborrado de sentido. Es un sino que se padece, más que disfrutarse. Donde la lucha por ser leal a sí mismos en medio de la feria de vanidades que es el mundo del arte y el espectáculo, o quizá el mundo, a secas, es un suplicio insoluble. Esa imagen del flamingo muerto en el estanque que podríamos descartar el rememorar la película, pues no parece encajar en el discurso, me ha quedado resonando, como un ruido, entre el desagrado y la perplejidad, como indicador de que algo no está bien y que no alcanzaré a escribir algo redondo sobre esta pieza tan redonda.

Así que, para cerrar, recuerdo que mis simpatías de espectadora estaban este año en el Goya con Desde allá (2016) de Lorenzo Vigas, una película incómoda, que no arranca aplausos como sí sucedió con El ciudadano ilustre (2016) cuando la proyectamos en el cine club. Y que en la edición anterior se encontraban con otra cinta argentina, difícil y perturbadora. Para reflexionar que quizá padezco de ese complejo de superioridad que mueve a los críticos y promotores del arte a exhibir y premiar lo que se identifica con sus propios anhelos o su propia fantasía de lo que “debe ser” el arte. Todos lo hacemos, a nuestra manera, cada uno desde su esquina. Juzgamos de acuerdo con nuestros prejuicios y criterios, pues no tenemos más. Es con ellos que miramos el mundo. Pero lo cierto es que esta película recibió esa canonización, fue premiada en uno de los festivales más importantes de ese mundo que habitamos, cuyas reglas aceptamos. Y como me respondió un cineasta de oficio cuando quise quejarme de un veredicto, que le recordaba a una crítica común entre ciertos círculos melómanos a los Beatles, acusados de musicalmente inferiores a otras bandas contemporáneas pero mucho más atractivos para las masas: “El éxito no se discute”. Al menos por un momento, dejemos a un lado la obsesiva ambivalencia y disfrutemos de él.

Fania Castillo

Junio de 2017

Ficha técnica

Guion: Andrés Duprat

Dirección: Gastón Duprat / Mariano Cohn

Dirección artística: María Eugenia Sueiro

Producción: Fernando Sokolowicz, Victoria Aizenstat, Eduardo Escudero, Manuel Monzón, Fernando Riera

Diseño de producción: Gastón Grazide

Fotografía: Mariano Cohn /Gastón Duprat

Música:  Toni M. Mir

Sonido: Adrián De Michele

Montaje: Jerónimo Carranza

Vestuario: Laura Donari

Protagonistas: Oscar Martínez, Dady Brieva, Andrea Frigerio

País: Argentina / España

Año: 2016

Género: Comedia/Drama

Duración: 120 minutos

Idioma: Español

 
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