Carta 2. (Fania)

Literatura, Mujeres en Correspondencia, Publicación

  Viernes, 8 de mayo de 2020   Gracias, Elena.   Te respondo ya, principalmente para pedirte permiso de reenviar al resto del grupo (sólo a las que acepten la propuesta) tu carta y la mía, que empiezo de una vez, pero tendrá que esperar a más tarde cuando pueda sentarme a la computadora para buscar una imagen y completarla.   Además, antes quisiera leer un poco del libro que envías. Hasta ahora sólo lo hojeo, y me quedo con el epígrafe de Virginia Woolf. Es mucho más difícil matar a un fantasma que a un ser vivo. ¡Qué cierto

 
Viernes, 8 de mayo de 2020
 
Gracias, Elena.
 

Te respondo ya, principalmente para pedirte permiso de reenviar al resto del grupo (sólo a las que acepten la propuesta) tu carta y la mía, que empiezo de una vez, pero tendrá que esperar a más tarde cuando pueda sentarme a la computadora para buscar una imagen y completarla.

 

Además, antes quisiera leer un poco del libro que envías. Hasta ahora sólo lo hojeo, y me quedo con el epígrafe de Virginia Woolf. Es mucho más difícil matar a un fantasma que a un ser vivo. ¡Qué cierto eso! Justo anoche soñé que me reencontraba con mi primer “amor” (esa palabra es un lío, hay que desenredarla, sin duda, pero por no alargar el cuento, dejémoslo así); total que el hombre me besa, lo cual me sorprende, (en el sueño), y no respondo enseguida. Dudo mucho. Cuando finalmente empiezo a entusiasmarme, se retira. Dice que acaba de recordar un compromiso que tiene. Algo político, heroico, ayudar a alguien en un proceso judicial. Salvar a un total desconocido de una injusticia atroz es más importante, por supuesto que lo entiendo perfectamente. Me decepciona mucho la cosa, aunque intento simular que no es así.  Acepto posponer lo que parecía venir, para más tarde, después del fulano juicio, pero pienso que no acudiré a la cita. Y el tipo se va, mientras yo quedo sumida en un estado de desolación absoluta por lo que interpreto como un rechazo. Pero además un rechazo de mí, de mi cuerpo. Imagino (en el sueño) que después de veinte años sin vernos, me habrá encontrado poco deseable.

 

Esto tiene mucha tela para cortar, pero digamos que mi primer pensamiento de hoy es que me da rabia, mucha rabia con ese hombre imaginario que vive en mi cabeza, que no me quiere o peor, a quien no le gusto. Porque a mis 42 parece que me está importando más el gustar que el querer. También es cierto que me separé recientemente (hace dos años ya, pero el tiempo es relativo en la psique) de un hombre a quien quise y quiero profundamente. Y no sólo eso, sé que él me quiere igual. Pasamos diez años queriéndonos. Pero ahora añoro otra cosa. Pessoa dijo algo sobre la nostalgia de lo que no se ha vivido, que debo buscar para releer. Es más intensa esa saudade que la del pasado «real» si es que tal cosa existe.

 

Ayer vi una película española, Quién te cantará, de Carlos Vermut. Es sobre cuatro mujeres. No aparecen hombres, curiosamente. Y en los cuentos familiares ni mencionan padres, como si no existieran en sus vidas. Pero el lío entre madres e hijas, es grande, intenso. ¿Cómo se construye eso que somos, qué es ser mujer? ¿Acaso no empieza para todos con la primera mujer de nuestras vidas? Nuestra Eva, nuestra madre. La mía nunca se sintió hermosa, ni deseada, temo que ni querida siquiera. O al menos esa es mi fantasía y la madre imaginaria que habita en mí. No puedo conversar eso con ella (hablábamos mucho), porque murió hace casi tres años, ya. A menudo pienso en cosas que me faltó preguntarle.

 

Estoy pasando la cuarentena en su casa, con sus gatos (los cuatro que nos quedan), y mi hermano menor que ahora parece el mayor, encargado de esta casa, de los gatos y del jardín. Y hasta de mí, porque estoy «de reposo» hace cinco meses. Me gusta el término. Me suena a siglo XIX, a cuando los médicos mandaban a la gente a «atemperar» en balnearios, a «cambiar de aires». Yo estoy cambiando de aires acá, en una casa vieja, grande, en el piso de mi mamá. Su madre, mi abuela de 87 años, está en el piso de abajo, con mi tía Zulay, que hace el papel de mi hermano allí, cuidando de ella y de la casa como un policía, limpiando todo el día, acompañada del radio y la televisión (cuando hay electricidad), espantando efectivamente a las visitas, prohibidas por sus gérmenes, virus y bacterias. Mi abuela y yo nos reímos un poco de ellos, de su angustia.

 

A veces me irrita, mi hermano asomado a la ventana del cuarto para saber si estoy desvelada, o recordándome que es la hora de la pastilla. Pero también me enternece. Es bonito que te quieran y que pretendan cuidarte. Aún no he aprendido a dejarme cuidar, pero ahí vamos. Ahora que el mundo se puso de reposo conmigo, me está resultando más ameno y menos vergonzoso. Todos me acompañan en mi encierro forzoso y le ha dado otro tono a mi convalecencia.

 

Una especie de vacaciones familiares, amenizada con los chats y correos de las amigas. La improductividad total, el ocio, depender de la ayuda de mi padre y de mis hermanos para comer y pagar mis cuentas. Esto es un tema delicado, confieso que me avergüenza y me quejo de la situación de dependencia, en vez de agradecer la gran suerte que tengo de contar con gente que me ayuda cuando lo necesito. Todo esto es muy novedoso para mí, que ya a los 18 ¡me sentía tan grande! A esa edad mi hermanita, la del medio, me pidió que la acompañara al ginecólogo, y la doctora se rio cuando vio quién era su «representante». Me imaginaba adulta, pues así me veía ella (mi hermana, a quien le llevo apenas un año y medio) y así, honestamente, me veía yo. Me da risa ahora recordar que en la universidad me quejaba porque no nos dejaban atender pacientes desde el segundo semestre. Me adelanté a las pasantías trabajando como voluntaria, a los 19. A los 23 estaba haciendo postgrado en un hospital, a los 25 cobrando ya por ayudar a otros en la consulta privada.

 

Y ahora tengo que aprender a dejarme cuidar, dormir y comer bien, tomarme el tratamiento puntualmente, a ser “paciente”. ¡Qué palabra! La paciencia nunca ha sido una de mis virtudes. Y mira qué raro, la mayoría de la gente me dice que lo parezco.

 

En fin, te dejo para preparar el desayuno.

 

Ahora ya en la tarde, con más calma, releo y te pregunto si has leído la novela Ifigenia de Teresa de la Parra, cuyo subtítulo es «Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba». Empieza con una larga carta, escrita por su protagonista desde Caracas a una amiga suya en Europa. No estoy fastidiada, pero este ejercicio me recuerda a María Eugenia Alonso, la Ifigenia venezolana. La lectura que hizo María Fernanda Palacios sobre esa obra es de los textos más iluminadores que me he encontrado en la vida. Otro día te hablo de eso.

 
Cariños,
Fania
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