Antología de nóveles escritores: Rodolfo Ruettiger (Prosa)

Literatura, Publicación

Rudy Cifuentes (Caracas, Distrito Capital, 1979). Ingeniero Industrial egresado en el 2004 del Insituto Universitario Politécnico «Santiago Mariño», núcleo San Cristóbal. Residente de la ciudad de Rubio, Estado Táchira desde 1996. Escritor aficionado, independiente. Publica sus intentos de poesía en el blog http://dreamergoblin.blosgpot.com, bajo el seudónimo de El duende soñador. «Escribo por afición, por simple catarsis, por puro sentimiento, o a veces para sacarme la mierda, esa que todos una que otra vez, hemos llevado dentro como la condena de un grillete».   CÁNCER DE LA NOCHE Eran pasadas las once de la noche. Me intuí con los ojos enrojecidos,

Rudy Cifuentes (Caracas, Distrito Capital, 1979). Ingeniero Industrial egresado en el 2004 del Insituto Universitario Politécnico «Santiago Mariño», núcleo San Cristóbal. Residente de la ciudad de Rubio, Estado Táchira desde 1996. Escritor aficionado, independiente. Publica sus intentos de poesía en el blog http://dreamergoblin.blosgpot.com, bajo el seudónimo de El duende soñador. «Escribo por afición, por simple catarsis, por puro sentimiento, o a veces para sacarme la mierda, esa que todos una que otra vez, hemos llevado dentro como la condena de un grillete».   CÁNCER DE LA NOCHE Eran pasadas las once de la noche. Me intuí con los ojos enrojecidos, craquelados,  comenzando a atisbar los efectos de la melatonina. Subí despacio las escalinatas, sosteniendo en una mano el ventilador de mesa mientras, a tientas, con la otra busqué entre el canguro que colgaba de mi hombro, la llave del llavero de chancleta con bandera tricolor. Abrí la puerta metálica, encendí la luz y entré a la habitación que me sirve de refugio en estas noches de exilio laboral. Las hojas secas, esparcidas como de costumbre, alfombrando mi suelo; suelo nocturno, desabrido, inclementemente amplio. Las hojas secas adornando toda esa especie de proyección de inmensa soledad. Y junto con sus matices ocres, los recuerdos inmediatos y precisos de un rostro, un rostro con sonrisa, un rostro con nariz, un rostro ameno y amable. Un rostro amado. Su rostro. Su rostro, como fantasma invasor que se niega a abandonar una vieja casa. Mi casa. La que reposa detrás de mi mirada. Me despojé de las ropas y las acomodé, ordenadamente, sobre el cojín de la silla de madera. Me envolví en la toalla, salí de la habitación y me dirigí al baño. Abrí la regadera y bajo ella, divagué un rato. Pensé en el muchacho de catorce años que había muerto aquella tarde, acribillado a manos de un policía. «Pobre muchacho». «Cobarde poli, maldito hijo de puta, sucio malparido». Reflexioné y concluí que tampoco podía juzgar al policía. Era solo otro desorientado e insalubre muchacho más. Al fin y al cabo, somos todos culpables de esta sociedad ¿Cuantos chicos habré yo matado? ¿Cuántos habremos asesinado por mérito de nuestra propia cobardía? En cierto momento, recordé a una conocida cuya mamá padece de cáncer. Caí en cuenta de las cadenas con mensajes virtuales dónde se pide a los amigos compartir una información respecto del cáncer, en mística pro de lograr una mejoría de la persona afectada. Como si se tratase de una clase de oración virtual colectiva. O de hecho, en otros casos, el mensaje consistía en elevar tal oración. «Patrañas» sonreí. Luego de la ducha, me acomodé en el short de dormir, enchufé y puse en funcionamiento el ventilador y me tendí en el colchón inflable. Lo hallé un tanto desgarbado -con mi cuerpo hundido entre la misma sábana de dos o tres semanas seguidas- por lo que acerté a rellenarle usando el incómodo inflador de mano. El swif-swif retumbo en la habitación. Terminada la operación y satisfecho con la consistencia de mi lecho, acomodé las almohadas -la también inflable de Acadia, que adquirí para las excursiones, y encima de ésta la más pequeña, con relleno de algodón, de color azul con escudo e himno del Millos- y me tumbé nuevamente sobre el colchón plástico, esta vez con el jet lag renovado. Había servido un poco de gaseosa de toronja en el vaso del Captain America. Le di un sorbo. Pensé en eso del horóscopo chino. Año de la cabra. Año de prosperidad. 1979, 1991. Cabra y cabra en el oráculo chino. Año de cambios drásticos. Año de la cabra de madera. Similitudes, de las cuales según ella, carecíamos. Sincronías, que me enseñó a llamarles. Alcancé el libro de cabecera del mes, el que me prestó hace un buen tiempo mi cuñado, y proseguí con la lectura de los cuentos del señor Charles. Inmundo Charles. Irascible, soez, verídico Sr. Charles. Vagabundo, famélico, simpático, follador, apático y certero Sr. Charles. Desnudo, inquebrantable, imprudente, sin tapujos Sr. Charles. Clavé la mirada en mis pies, y quedé observando la desgraciada uña del dedo gordo del pie derecho. Invadida de tiña, quebrada, amarillenta, horrenda, repugnante, al fin casi totalmente despojada de mí, de su miseria de no atribuir nada, reemplazada por otra nueva convexidad de restos de hueso. ¡Cómo le fastidiaba que me sacase los pedazos de piel muerta de los callos de los pies! Asqueroso. Tenía razón. Pero es que casi nunca entienden los gajes del fútbol, o de los deportes desgasta pies. O de lo que sea que los desgaste. Vivenciar esos placeres les han otorgado algunos defectos a los míos. Pero no les menosprecio, me han permitido buen kilometraje y aún les queda recorrido. Año de la cabra. 1979, 1991. Afuera el rugido de la autopista, viniendo a menos. Dejando penetrar por entre los bordes de la ventana cubierta con tablas y a través de los bloques de ventilación, el silencio de la brisa y algún que otro lejano bamboleo de las grandes banderas publicitarias que del otro lado de la autopista se agitan, como velas en una sinuosa carabela. Bebí el último sorbo de gaseosa. Leí dos o tres cuentos del señor Charles, al último «¿Has leído a Pirandello?» Recuperé el sueño que se me había espantado; descalzo me levanté del colchón inflable y fui directo hacia el apagador de la luz. En la oscuridad pisé algunas hojas secas. Acomodé el ventilador para que el aire no me diese tan de frente. Me recosté nuevamente y bocarriba quedé con los ojos abiertos, observando hacia el probable techo. Cabras, cabras, la gente cuenta cabras para dormirse. Deslicé el pie izquierdo sobre el otro, y con la planta palpé la protuberante aspereza del pedazo de uña muerta del dedo gordo. «Maldita uña como un cáncer». Y entonces cerré los ojos. Rodolfo Ruettiger, Febrero 25 de 2015. Villa del Rosario.   PARCO ESSAY CADAVÉRICO A mi a la gente me gusta verla cuando aún tienen el cuerpo animado. Cuando aún sudan, vociferan, respiran, eructan, hieden, se rascan, se tropiezan, caen, se revientan y se levantan como que la cosa no ha pasado. De los cadáveres puedo afirmar que, no me atrevo, ni me interesa saber mucho. Quizá por ello, muy a pesar de los afligidos, no suelo asistir a velorios ni a entierros -cuando me invitan formalmente, cuando no lo hacen, agradezco al cielo al menos tener la excusa de no haber recibido invitación formal-. Por eso también evito hacerme presa del morbo que acarrean los accidentes en presencia de uno. En las noticias del mediodía decían que iban a repatriar el cadáver de una mujer y una niña, muertas de lamentable manera en un triste incidente relacionado a un ataque terrorista. «…se adelantan las gestiones ante las embajadas del país para llevar los cadáveres a casa» narraba la periodista. ¿Qué van a llevar el cadáver a casa? ¿Acaso sabrá el cadáver que va a volver a su casa, para que sus allegados lo vean, lo sientan, lo huelan, lo manipulen, le cambien la ropa, lo vistan bonito y lo besen? Lástima que el cadáver ya ni pueda oler los pedos que se echaran los asistentes a su funeral, ni degustar las ricas tortas de la abuela, el chocolate caliente de la tía, tocarle los pechos a la prima Manuela a escondidas en la bohardilla, para que su mujer no le pille, menos compartir un vasito de miche blanco con los amigos fieles y feligreses. El cadáver está allí solo para ser el recordatorio del fin, de la efímera cualidad de nuestras bolas/vaginas. El cadáver, se hace eco de los despojos. ¿Por qué nos gusta cargar tanto a cuestas? Es la astucia de la melancolía, el recuerdo de lo que estuvo habitado, estrujado, excitado, amando, sufriendo, riendo y llorando, masturbado, agradecido, injuriado, devastado, recompensado, renutrido, optimizado y recompuesto, anhelando y auscultando, comprendiendo, aceptando, recalculando, deduciendo y corrigiendo, pactando, pragmatizando e idealizando. Concluyendo. Eso es el cadáver. Un resumen de la vida. Los huesos son la factura de lo vivido. En síntesis, el cadáver es solo un testigo de la resolución, un curriculum vitae. El cadáver es una carta que lleva la firma de la nada. Pero ya no nos reconoce. Ya no siente el beso, ni la palmadita en la espalda. Ya no oye el «te amo» ni el «te voy a echar de menos». Ya no sufre los reclamos. Ya no le importan las herencias que quedaron, o los malos ratos que le hicieron pasar. Ni los buenos ratos que dejó de pasar con el dineral que acumuló y que quedó en herencia. Mucho menos ha de importarle si heredó en cambio deudas ¡Qué suerte la de esos cadáveres, que dejaron marchar su ser así tan rimbombantemente! ¡Afortunados, alegres y vagabundos! ¿Acaso sabe el cadáver de lo lujoso que es su ataúd? ¿O de lo bien que esta ornamentada la recepción donde transcurre su funeral, la cantidad de ramos y coronas, la mucha o poca gente que asistió? ¿O lo cochina que está la tierra en la fosa que le espera, o que la cámara de cremación se encuentra ardiendo a una temperatura como de mil infiernos? Entonces al fin y al cabo ¿A qué viene tanta ceremonia? ¿Tanto gasto, tanta alharaca? ¿Acaso al cadáver le importan tales minucias? ¿Por qué la gente se empeña en hacer de la muerte esa clase de show business? Señores, esto no es una entrega del Oscar. ¿Es que los zamuros no tienen derecho a comer más que perros, gatos y vacas muertas? El llanto, obvio, sí, el llanto es necesario. Porque es un llanto sincero… en gran parte. Un llanto hasta bonito. ¿Pero para que tanto adorno a una casa ya deshabitada y en ruinas? Sí, es que eso es el cadáver. Un cúmulo de carnes, fluidos, cartílagos, huesos, cabellos y otros tantos componentes, en estado de putrefacción. Un pedazo fehaciente de cuerpo que al cabo de un poco tiempo, ya no olerá al Gucci o al Pachulí, ni a bosques ni a rosas ni a nada parecido. ¡Olerá a pedos! A flatulencias como las que se tiran comúnmente los asistentes al funeral y, seguramente, luego olerá mucho peor. Vaya en paz cadáver; vuelva a su casa y reciba todos los halagos de los fieles y de los ruines. Que se coman su comida y se beban su bebida, y se chismoseen sus andanzas. Vaya y no se dé por enterado. Créame: es mejor así.  
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