Antología de nóveles escritores (Cristhian Carlist Camacho Soto: Prosa)

Literatura

Cristhian Carlist Camacho Soto (1989): Licenciado en Castellano y Literatura egresado de la ULA Táchira. Ha residido en San Cristóbal y en Mérida. Seguidor de la narrativa negra, el relato policial, lo fantástico y la distopía. Siente gusto por la hibridez estética y en particular el relato corto “porque permite en poco espacio decir mucho en esta inminente era de la brevedad” “He explorado el terreno fantástico, sobrenatural y géneros afines (…) Géneros que parecieran estar condenados a la periferia de la burbuja literaria, estatus que podría cambiar en tiempos no muy lejanos” Ha sido reconocido con la Mención de

Cristhian Carlist Camacho Soto (1989): Licenciado en Castellano y Literatura egresado de la ULA Táchira. Ha residido en San Cristóbal y en Mérida. Seguidor de la narrativa negra, el relato policial, lo fantástico y la distopía. Siente gusto por la hibridez estética y en particular el relato corto “porque permite en poco espacio decir mucho en esta inminente era de la brevedad” “He explorado el terreno fantástico, sobrenatural y géneros afines (…) Géneros que parecieran estar condenados a la periferia de la burbuja literaria, estatus que podría cambiar en tiempos no muy lejanos” Ha sido reconocido con la Mención de Honor del Circuito Cultura de Literatura (2012) y la Mención de Honor del Revista Digital Latina Intercultura; Categoría: Relato Negro (2013).   A través del espejo      Allí estaba de nuevo, esta vez, más lúgubre y moribunda que la anterior. Las horas podían hacerse más largas de lo habitual, mucho más pesadas e insolentes, pero eran nada ante el estupor que expiraba mis entrañas cada vez que Helena aparecía entre los cristales de la ventana, correteando a Mikaíl por los jardines, los mismos vestidos de verdes con su presencia. Podía pasar tiempos y tiempos sentado en mi silla de ruedas ante exuberante panorama,  podía ver pasar los doce meses y las cuatro estaciones, mientras Helena volviera tarde a tarde, el mundo se reduciría a eso, y al menos causaría en mí la descarada sonrisa que solo yo podía posar. Siempre había preguntado, si la gente de aquellas tierras lejanas era de mi bando o del de ella, y siempre supuse que eran del mío. Nunca vi mirada tan radiante y llena de júbilo como la suya, es que si hubieran visto su rostro… su piel… ¡era suavecita me dijo una vez Cleo! eso explicaba por qué flagraba, tanto, que hacía juego con las amapolas que visitaba en sus caminatas de las tardes. Su nariz era tan… ¡tan alineada que me parecía ridículo! sus mejillas… tan rebordeadas que provocaba morderlas, ni hablar de los cabellos ocre y que perfectamente  ondulaban en sincronía con el movimiento de su cuerpo. Siempre pensé que debía crear en mi adultez, alguna ley para condenar tanta beldad; podía sonar hipócrita de mi parte, pero al verla, caía sobre mi conciencia un montón de hesitaciones, sobre si Dios o cualquiera de sus semejantes debió repartir belleza por igual a sus fieles, pero era muy joven para armar una teoría al respecto y nunca creí que esta enfermedad y muermo me dejarían pasar a otra etapa de la vida. Sin importar el porqué, le amaba, locamente le amaba, juro que no era por su belleza, o tal vez sí… no podía soportar estar lejos de ella, no de lo que más ya estaba. Día con día, mi paseo en las oscuras noches por los pasillos, cuando el cansancio me lo permitía, tenía como único destino su recamara, la más lejana de todas. Quizá era tan especial, que me parecía ver desde lo lejos, cómo su aura traspasaba por debajo de su puerta e iluminaba buena parte del pasillo. Cuando Cleo entraba a darle las buenas noches y dejaba de vez en cuando la puerta entreabierta, podía observarle tímidamente, casi siempre lograba ver solo su cabello, era suficiente. Mis pies helados y mis manos con lámpara en mano, nunca dejaron de temblar en cada visita. Sabía de antemano que si quería que conservara su belleza, debía mantenerme alejado, era como si ella dependiera de mí. Por lo mismo nunca tuve contacto con nadie más que con Cleo que era inmune a mis deseos, ni siquiera a Mikaíl a pesar de su espíritu de felino juguetón, quise ver jamás. Tenía terror, horror, de que una torpeza mía acabara con la belleza de Helena, mi fealdad era mía y solo mía, era lo único que me pertenecía,  no debía salir de mi habitación y de aquel cada vez más corto pasillo; me entrometí en la idea de que estaba salvando al resto del mundo, y que ese monstruo que nació conmigo, debía permanecer encerrado para siempre en esa botella de ladrillos. De vez en cuando, aparecía mi amiga sofocación, que traía de compañera a ira, ocurría casi siempre los domingos por la tarde. Antes pensaba que había dos lados, pero después de Helena me convencí  que eran tres. El mío y el de espejos como yo, los de tierra de nadie que antes eran los más privilegiados, y ahora el que era solo de  Helena, la perfección repleta, de ella y solo de ella, aunque algunos presumidos de tierra de nadie recurrieran a miles de intentos de esos modernos por acercársele. El último domingo de Diciembre, agobiado entre las voces de mi tormento, busqué volumen por volumen en los rezagados estantes de mi tatarabuelo y encontré aquel texto que había leído alguna vez en mi niñez y que ciertamente nunca olvidé. Me entro ira y lo lancé contra el espejo. Basto mirar el reflejo del monstruo hecho pedazos para lanzarme al sinsentido de las lágrimas. Me sequé de llorar, me dormí de llorar. Desperté, y el reloj de pared, parecía ir al revés.  No pasó mucho tiempo, los días eran testigo de cómo mis piernas volvían a caminar con más fuerza. Los paseos por el pasillo eran dos veces al día y muy poco usé ese tan nefasto asiento. A los tres días, mi cuerpo lucía mucho más masculino que antes, la espalda se había ensanchado y mis extremidades habían crecido centímetros. Por alguna razón me sentía algo más alegre, pero por alguna razón también, Helena no apareció en esos cuatros días entre los cristales, solo Mikaíl  se veía de cuando en vez entre las amapolas. Supuse que el invierno, la ahuyentaba. No tenía importancia por ahora, no mientras mis cabellos brillaran como el quinto día brillaron, eran tan…tan dorados… tan flagrantes que me parecía estar viendo a los cabellos de ella;  mis ojos se aclaraban ahora con la luz del sol y adornaban la suavecita piel que no podía dejar de acariciar, ¡quería morderme!, era una belleza sagrada y esa desde los tiempos más remotos era sólo para la mujer. ¿Cómo un hombre podía tenerla?… ¡era fascinante! Cleo también se sorprendió ante la mejoría, intentó comunicarse con los señores para darles la buena nueva, pero el mal tiempo impidió la comunicación. La buena nueva me la dio a mí, cuando me  acreditó para visitar a Helena de seguir en mejoría. Helena había caído en fiebre desde el lunes y no tenía ánimo de levantar de la cama. Eso me preocupó, y decidí convertirme en hombre de una vez por todas. Al día siguiente me vestí con traje de celebración, mi conciencia estaba más clara que nunca, y la última vez que me vi en el espejo antes de salir de aquella habitación, mi nariz era la más respingada que jamás pude ver, ¡era ridículo!, estaba seguro de que ahora pertenecía al selecto grupo, y de que mi prima se perdería en mis encantos  al  verme. Aquel pasillo se hizo por primera vez largo; no voy a negar que las manos y los pies me temblaron como de costumbre, pero eso no importó cuando abrí la puerta y la vi tendida en la cama, respirando pesadamente. No era la Helena del cristal. Era la Helena de la cama, vacía y fútil. Su piel expiraba escamas y había un olor fétido alrededor de ella que no pude nunca descifrar. Su nariz había engordado y sus mejillas estaban minadas de granos color púrpura. Ni hablar de sus cabellos blancos, extendidos sobre la almohada. Sus ojos no se abrieron por completo, y enseguida rindió ante mí su último suspiro. Cuando caí en cuenta de lo que había hecho, corrí a mi cuarto; me miré al espejo, aun roto,  y al verme en silla de ruedas, sonreí descaradamente… como sólo yo sabía hacerlo.   Del Frío de Antonio Pantaleón   Un salón de blancas paredes. Los rincones invadidos de un moho entre verde y violeta. Cuando me atrevía a sacar la cabeza de entre las rodillas, la recamara  a veces parecía agrandarse y en otras, las paredes se juntaban tanto que parecían engullirme. No me atrevía a levantarme del rincón y sumergirme en los inertes paredones de mármol, porque las piezas afiladas de acero suspendidas en el muro del fondo me atormentaban. Menos, aun, mirar a la camilla que yacía en el centro de la habitación y donde reposaba el cuerpo de un hombre al que solo le alcanzaba  a ver las manos entrelazadas sobre el pecho. Me sentí muy a destiempo, ¡reincidencia de nunca acabar!, la música incidental de la tan gélida escena, era una palpitación lenta, recóndita, y entre cada latido, una inhalación profusa. En uno de esos instantes inciertos, la bombilla centellante me despertó del ensueño, esa parecía ser la palabra que le daba razón a todo, me convencí de ser víctima de un punzante portento, creí estar atrapado en una fantasía como aquellas que creé en mis buenos años de oficio; recordé aquel acto en el que encerré a Antonio Pantaleón en el frío cuarto de autopsias, mientras se escondía del enmascarado asesino; ¡ironías!, ahora sé lo que padeció aquel buen hombre, el resquemor laceraba su espíritu, una llaga carcomiendo el terreno con cual se topa, el pavor, el desasosiego de que todo quede allí, de estar solo en ese último instante inalterable, de enfrentarse cara a cara con la sádica verdad, ¡pobre Pantaleón! me entristece haberle dado un tan trágico final. Si el mío iba a ser igual, mis ansias clamaban a gritos por saberlo, así que en un arrebato de valor levanté mi cada vez más liviano cuerpo. El frío era descomunal y a duras penas mis piernas pudieron unos cuantos pasos dar, esta vez, escuché algo diferente, el estruendo de mis dientes chocando entre sí, sabía que al verle algo pasaría en mi interior, me despertaría de ese letargo absurdo que huía del entendimiento, o quedaría atrapado, repitiendo en autómata con la eterna reminiscencia. Ese hombre, era uno de figura alta y espigada, piernas flacas y cuello estirado, demasiado cuerpo para tan corta cama; su rostro, añejo pero invadido de temple, era como lo había visto toda mi vida a través del espejo, pero solo que esta vez tenía los ojos cerrados, y unas cuantas heridas que no sanaron jamás. Una sucesión de recuerdos invadieron mi consciencia, por un momento se desvaneció la pálida habitación, pero no el hiriente olor de hospital. Solo vi un fulgor incandescente que me arropó, mis dientes se detuvieron, mis miedos desaparecieron, había llegado a un terreno vedado de serenidad, mis ojos entreabrieron y me maravillé… ya no había frío, empezó a invadirme el calor, calor, como cuando lleno de luz estaba, era hora de seguir, y ahí entendí complacido que mi final quizá no iba a ser como el de Antonio Pantaleón.     Emma Estrada Mi nombre es Emma Estrada, he regresado para ajustar  cuentas. Las horas pasan y  no puedo seguir si no encuentro al ruin ser que me quitó la vida. Los lamentos se oyen en la masa de gente que va y viene, los viles, los crueles,  los indignos e innobles y así podría seguir; carencia inexorable del nombre y apellido del hombre tras la cortina. Las seis de la tarde en la estepa, marcaban el trágico negro en el que el oxigeno dejó de marchar e inhabilitó mi cerebro; el bonito cuadro del atardecer iluminaba mis ojos,  el aire cantaba en mi oído y revoloteaba mi cabello. Allí vino el golpe; retumbando en mi cien con el sórdido latido de mi corazón. A pesar del choque, vino un intento ineficaz por defenderme, pero las manos apenas pude mover, los parpados apenas pude entreabrir; lo que me permitía ver el bizarro enredo de pestañas y pestañina era el preaviso del otro golpe que estaba por venir; un borroso, aguado y rojizo saco cubrió mi rostro y mi cabeza entera. La desesperación no fue normal, pero mi cuerpo estaba inerte y no podía hacer más que gemir en ese mar de arrugas rojas que sofocaban y sofocaron mi respiración. Allí había quedado yo, el cuerpo abyecto de Emma Estrada, la honorable periodista de piernas larguisimas y caderas frondosas, la de la estampa altísima y coqueteos galantes, renombrada entre hombres y celada entre mujeres, la misma de espíritu incansable, desafiante de laberintos políticos y buscadora de la verdad, siempre la verdad, hasta que encontró la suya y allá en el abismo kilómetros abajo, su cuerpo fue a parar. ¿Quién era?, ¿Por qué lo había hecho?, ¿Qué hice para merecer un final así?, siempre creí en la ley de causa y efecto, producto tal vez de mi arraigada femeneidad, siempre creí que los buenos hombres tenían un final feliz, y aunque yo misma reseñé muchos finales en los bizarros artículos que el Sr. Pastran me hizo escribir, nunca  creí que me fuera a pasar a mi; aun siento la viveza de mis pensamientos y mis preguntas, aun siento que mi espíritu corre con energía entre las absortas olas de la turbulencia, entre espesas aguas, míseras e imborrables en las que quise alguna vez flotar y no pude. Cuando salí de mi recamara, aun dormía sobre mi cama él, el casi perfecto Esteban Escobar, el más mágico recuerdo que me llevo, la pieza más inquebrantable de mi armadura, el hombre al que le debo la pequeña criatura que empezaba a crecer en mí.  Le dejé para lanzarme en zumbido a la aventura, tenía el placer de haber terminado una riesgosa, donde una decena de personas perdieron su libertad; mi asenso profesional estaba por concretarse, así que no me limité en llegar un poco pasadas las ocho;  me detuve para comprar el café, y allí estaba ese extraño hombre al otro lado del desván de la iglesia, mirándome, fijamente, como aquel niño que ve partir sus esperanzas por medio de un juguete, me paralice al principio, y pensé en aquellos sobres blancos, amenazantes y fríos que habían llegado hasta mi casa en las semanas pasadas. Manejé en el auto hasta la oficina, y enseguida Pastrán, el más desafiante recuerdo que me llevo, la pieza más inspiradora de mi armadura, el hombre al que le debo mi obra, me entregó el archivo de mi próximo capítulo periodista; las indicaciones eran muy claras, los asesinatos en la estepa del Zumbador, a causa de un posible fugitivo y ex – funcionario del gobierno; supuse que un nuevo reino de bestias me esperaba, pero mi hambre era tan o más exasperante que la de esas bestias, y debía lograr la impresión que Pastrán pretendía y necesitaba de mi. Cuando supe la noticia, corrí unas oficinas más allá a verle a él, al cómplice, al que nunca se cansa de esperar, aquel joven tímido, de raros gustos y encantadoras ideas, el mismo que estuvo desde mi infancia compartiendo cada retrato bonito y amargo, mi querido Stanley, el más gentil recuerdo que me llevo, la pieza más entrañable de mi armadura; le conté sobre los planes, pero resultó alterado al enterarse, no era el mismo Stanley de todos los días, ni el mismo que celebraba mis éxitos con risas indomables; era un Stanley frío y nervioso, uno más estricto y alertante; se hizo añicos la camaradería, no pasó mucho para expresar preocupación, y aunque me citó esa noche para darme detalles, cortándome abruptamente partió. Cuando bajé a la calle para abordar mi auto, volví a divisar al hombre del desván, pero de pronto apareció la limosina de Yañez Mirabal, el poderoso ministro al que le había rechazado la invitación del café por los viernes, hace horas que estaba cazándome, como él mismo expresó, y no le sentó bien que le rechazara una vez más; sabía lo que quería, envolverme entre trucos y patrañas y hacer de mi vida una agonía mundana; el duelo entre Pastrán y Yañez Mirabal iba  más allá de un quehacer político, juego de tronos que absorben  víctimas por igual, macabros esperpentos, ¡oh macabros esperpentos!, el hombre tras la cortina que abraza mis recuerdos. Nunca sentí que algo andaba mal; cuando desperté, el día era tan fresco, luminoso y prometedor, ¿Cómo iba a enterarme  que ese día dejaría mi cuerpo de sentir?, ¿Cómo saberlo?, ¿Qué podrías sentir el día de tu muerte?, ¿Qué sentir si lo supieras?; no todos los días son iguales, y siempre llegará uno, mágico, inalterable y último. ¡Tantas preguntas me hacen perder la razón! Y desenfocan el punto por el que aun estoy aquí. Si hubiera captado las extrañas circunstancias todo hubiera sido diferente… ¿o no?; si hubiera acudido por auxilio el final sería otro, ¿o no?, si Stanley, Pastrán, Yañez Mirabal y el hombre del desván no estuvieran tan presentes en estas últimas horas, otros serían los culpables… ¿ o no?, si tan solo hubiera seguido junto a Esteban en esa cama vacía, aun estaría viva… ¿o no?… El tiempo pasó, y cuando a las seis, aquel anciano maloliente de la estepa del Páramo, me abrió el ruidoso portón, sentí que me encontraría cara a cara con la verdad; allí estaba, en la colina en la que reposaron  y encontraron los cuerpos de aquellas mujeres que mutiladas en cuerpo y alma clamaban venganza, ¿Qué podría pasarme?, soy la invencible Emma, la que nunca ha vivido las vicisitudes del destino, la que nunca se ha sentado a beber un té con  la tragedia, y es que siempre esperé que le pasara a cualquiera, ¡a cualquiera!, pero no a mi. ¿Qué me hacía diferente a los demás?, resulté ser uno más del multicolor montón, de aquel corriente hilo del que penden marionetas; abajo al abismo, mi cuerpo rodó, rodó y rodó, como aquel canto rodado que pulió sus puntas ariscas y en algún punto del agua brilló. Esteban, el encantador hombre a quien enamoré, era un infiltrado de Yañez Mirabal, convivió y uso mi existencia para la cadena de patrañas que ellos debían maquillar; pero su historia iba mucho más allá, pasaba por los trece años de prisión que cumplió por robo y asesinato, y su alias era tan horrible que ni me atrevo a nombrar. En la estepa me esperó, y en la estepa me mató, en complicidad de aquel anciano, quien recibió un par de billetes grandes por abrir el portón. La jugada también le había salido mal, se había enamorado de las largas piernas de Emma Estrada y en medio de una relación tóxica y agobiante decidió por un trágico final. Las reseñas de todos los diarios y medios del país, pregonaron el nombre ante el amargo suceso, pero no el que quería escuchar, ¡no fue asesinada!, ¡no rebelaron pruebas contundentes!, se tiró al vacío, víctima de su soledad, ¡no fue asesinada!, el nombre del culpable es uno solo, víctima y victimario: Emma Estrada.
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