Sombras y vaciedad de la palabra

LIMBO, Publicación

Abril 2016.- (Por Duglas Moreno) SOMBRAS… Estamos conviviendo y actuando en una sociedad prefijal. Unas cosas se anteponen a otras. Una tendencia ideológica trata de posicionarse y dejar bajo su sombra a las demás. Una teoría lingüística o literaria procurar solapar a aquellas que de alguna manera la adversan o le hacen contrapeso. Una persona, por la ambición de sobresalir, es capaz de trasponer a sus semejantes. Somos parte de la cultura de las recomposiciones y simulacros. Diríamos que lo prefijativo es lo que se impone en la actualidad. Atrás quedaron los Homos: sapiens, ludens, faber, economicus, prosaicus y vamos

Abril 2016.- (Por Duglas Moreno) SOMBRAS… Estamos conviviendo y actuando en una sociedad prefijal. Unas cosas se anteponen a otras. Una tendencia ideológica trata de posicionarse y dejar bajo su sombra a las demás. Una teoría lingüística o literaria procurar solapar a aquellas que de alguna manera la adversan o le hacen contrapeso. Una persona, por la ambición de sobresalir, es capaz de trasponer a sus semejantes. Somos parte de la cultura de las recomposiciones y simulacros. Diríamos que lo prefijativo es lo que se impone en la actualidad. Atrás quedaron los Homos: sapiens, ludens, faber, economicus, prosaicus y vamos andando por los caminos del homo complexus, el homo chat y el homo transchip. A todo le colocamos una partícula lingüística que supuestamente le confiere los cambios necesarios a la palabra para que sea diferente. Ya pensar no es lo idóneo, es obligado repensar.

La creatividad literaria, pasa por la reescritura. Impulsar es una acción sin fuerza, preciso es reimpulsar. Lo disciplinario es opacidad plena, fundamental es aquello transdisciplinario, lo redisciplinario, o quizás lo holodisciplinar. La ecocognición es superior a la cognición misma. El e-aprendizaje (e-learning) parece arcaico, dado que el saber en una universidad ya no tiene un lugar terrenal fijo; el mundo anda en los ambientes del u-aprendizaje (u-learning: en todo momento y en todas partes se puede agregar conocimiento) y el p-aprendizaje (p-learning: aprendizaje generalizado). La democracia sucumbe ante la twittdemocracia o el telegobierno. El método es trivial, imperioso es el multimétodo, el holométodo o el transmétodo. La cultura es una categoría simbólica en estado de obsolescencia, ahora lo novedoso es la multiculturalidad. La tan anhelada universalidad del pensamiento del hombre ha dado paso a lo pluriversal del nadie. Ni la globalidad se salva, ya que la multiglobalidad o la neoglobalización constituyen la vanguardia. La modernidad va quedándose en los hangares de la historia, pues lo posmoderno y lo trasmoderno se apoderan del discurso epistémico. El discurso oral o escrito se hace prefijativo. Esta prefijación, es sin duda, nuestra principal koiné en la discursividad cotidiana.

El hecho de lo prefijal más que una novedad, representa un problema. La posibilidad de que en la sociedad haya diversas situaciones y que no se cuente con los términos precisos para designarlas, es preocupante. Creo que las siguientes interrogantes abren un compás reflexivo. ¿Es que la realidad anda a una velocidad que supera la capacidad lingüística del hombre actual? ¿Será que la palabra, como cúspide de la universalidad del idioma, ha perdido su carácter representacional? ¿Vamos hacia la vaciedad del mensaje? ¿Estamos cerca de una nueva desgracia babeliana? ¿Cuántas palabras vamos a necesitar para escribir que: anoche eras espejo de los sueños o que ningún recuerdo puede tener la forma del instante? O cuántas oraciones se han de requerir para formular: Allá en la lejanía, la noche, las flores mariposas y los naranjos blancos. ¿Un texto completo se podrá poner en un gesto? (Tal vez escribiremos: gexto). ¿Un poema de amor se podrá fijar en una mirada? ¿Podríamos nombrar el misterio de ver a la mujer amada en la silueta de viejos columpios, en la levedad de los mediodías o quizás en la premonición de toda palabra? ¿El vacío del lenguaje será un horizonte y nosotros una terrible presencia? ¿Habrá llegado el momento de la absoluta levedad en lo escritural? Me atrevo a pensar que actuamos ante una estructura de esencialidad aporética. Se hace imposible explicar lo evidente. La profusión de vocablos vacíos, restringe la aprehensión significal. Es como si el misterio deviniera en algo común, como si la oscuridad fuera un resplandor alucinante, como si cada palabra escrita o pronunciada dejara no más que silencios.

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Creo que cada palabra, tal como hacen las personas, solo vive de sus propios recuerdos. Si nadie la menciona o escribe, va cayendo en la soledad, se pierde, toma la errancia como sino y así creemos ver nada más que el paso de sus sombras. Con el andar de los siglos, se van esfumando las dudas acerca de su evidente inmortalidad. Justamente cuando están solapadas en la memoria o en los espacios inasibles del lenguaje, adquieren realmente vida propia. Una vez que aparecen, génesis trágico, quedan suscritas al espejismo de la eternidad. Igual que el hombre, pueden nacer en un balcón, en una terraza, en la distancia de un camino, detrás de un pesebre, en la fatalidad que implica todo tiempo, en las manos heladas de unos amantes, en las siluetas de un vestido azul escolar, en la despedida azarosa de algunas aves.

Hay palabras que resultan de la mirada perdida del sentenciado, del aire polvizo de los campanarios, de la sonrisa del viajero; pueden llegar a la vida en una estación de tren, en las laminarias de un taller, en lo secreto de una pasión, en el arrebato de una disputa, en el silencio de aquel que espera en los aleros de una casa a que pase la lluvia, en la mudanza de los desterrados, tras la mesa solitaria de un bar, en las puertas cerradas de los cementerios, entre los animales diversos de un patio. Algunas surgen de un volar de pájaros o se alzan en la habitación sórdida de un hospital. Quizás el arte, la pintura específicamente, genera muchas palabras. Toda expresión lingüística que emane de lo pictórico se le conoce como ecfrástica. Por tal razón la écfrasis se asume como esa expresión verbal que procede de una imagen. En cualquier lugar tendrán un ser humano que ha pronunciado su nombre o la habrá dibujado en su destino de papel para siempre. Aunque determinadas palabras hablen desde la lejanidad de los signos, invariablemente gozaremos del tiempo necesario para encontrarlas y disfrutar de su fragor semántico. Innegablemente su existencia (per se) establece su vocación nomádica. Me pregunto: ¿cómo se puede borrar una palabra de manera definitiva?

Si el hombre tiene sus pueblos y ciudades; sus casas para el reposo, sus calles para el devenir y sus senderos abismales para que el transitar nostálgico no llegue tan fuerte al alma, las palabras cuentan con algo parecido. Un libro ha de ser una ciudad, una novela la tomaríamos como un pueblo, un cuento es una apretada calleja lugareña y un poema la más atrevida senda de la escritura. De allí que un verso represente las incertidumbres propias de una encrucijada de caminos para una persona. Las palabras se enamoran; conforman verdaderos matrimonios lingüísticos, tal como el que constituyen cóncavo y convexo, epitafios y muerte, muros y prisión, muelles y abrigos de viejas corrientes, árboles y azahares de luna, noche y espejos rotos, misterios y asombros. Por ejemplo, es imposible el vértigo sin el vacío. Al escribir la palabra brisa (suave) aparece la distancia y el movimiento. O si escribimos agua, nos imaginamos un río con parajes solitarios. Si a la distancia divisamos una hacienda, pensamos en un camino con árboles alineándose y dejando ver un laberinto. En definitiva, cuando aparece una palabra, hay otra que acecha subrepticiamente en el entorno. Claro, igualmente las palabras se distancian y eligen destinos diferentes. Queda entendido que no solo las sílabas de un vocablo se separan, sino que la presencia de un término implica la ausencia del otro.

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No se concibe la expresión libertad en una dictadura. Si escribimos olvido, cómo agregamos inmediatamente recordar. Cómo pronunciamos ausencia si la mirada anda en los paisajes y travesías del recuerdo. A veces siento lástima y tristeza por todas las palabras que han venido al mundo, pues se parecen tanto al destino del hombre mismo. Se parecen a la calma divinal de soñar con septiembre, se parecen a lo que no existe. La vida nos da el momento exacto para llegar y transfigurarnos en una sola palabra: nada. Es por eso que un día nos alcanza la muerte, pero las palabras estarán allí, como detenidas en un gran tiempo, yendo y viniendo perpetuamente en el imaginario de la gente, yendo en una especie de columpio: significación y vacío.

VACIEDAD

Las grandes narrativas de la sociedad actual no están consolidadas en el andamiaje de lo fáctico, sino en el hechizo del texto invencional. La sociedad navega en un discurso, nada original, que apunta hacia las sentencias escriturales, donde solo priva la artificialidad y lo alucinante. Es decir, que su armazón textual se ve desplegado siempre en su máxima plurivocidad ilusoria. Creo que la referencia a la realidad (relaciones de sentido) en la cotidianidad de la gente, está como suspendida, pues se nota que se ha impuesto una peligrosa madeja utópica-ficcional. Lo real está camuflado en una adornada pirotecnia verbal. De tal manera que el lenguaje mismo es el verdadero valor de cambio. Lo trascendental desaparece y solo entregamos y recibimos vocablos a una velocidad inusual. Hay mucho discurso insustancial en la calle y lamentablemente, eso se traduce en un hartazgo gramatical.

Es un estado de completa vaciedad. Es como si los significantes hubiesen perdido el referente inmediato. Lo diré de plano: los significados reales se han extraviados, la semántica de las cosas se evaporó. Es un cuadro lingüístico realmente anamórfico. Las palabras son como imágenes muertas, su presencia no conmueve a nadie. Sin duda, este contexto es una muestra de que estamos ante una verdadera diacrisis, pues entre el objeto y su designante lingüístico, lo que subyace es un profundo distanciamiento. Pudiésemos apuntar que existe una indiferencia ecfrástica, pues la escritura está; pero el objeto no, es decir, el lenguaje solo alimenta la vaciedad significacional de hoy.

Vaciar una palabra es hacer que estalle su pregnancia simbólica, su semántica, contra lo dolorosamente real. Ese muro-realidad es lo cotidiano, lo que está ahí frente a los sentidos; sobre todo ante el entendimiento y comprensión que hace el hombre del mundo. Lo real que se expresa en eventos como: el retraso del transporte escolar, la despedida del único empleo que se tenía, la cara de amargura de un funcionario en una institución pública, la mano acusadora del agente policial, la cola para comprar comida, el carro que se accidenta en el preciso momento en que más lo necesitas, descubrir ante la puerta del banco que es lunes bancario, el saludo agradable de los vecinos en un cruce de calles, el beso aquel, casi sin querer, que se da -rozando los labios- a la mejor amiga, el aumento salarial que nunca llega, la buseta que se detiene y se monta, precisamente, tu peor enemigo; la lluvia insensible que se lleva nuestras pertenencias y nos muestra más pobres de lo que aparentamos, esa tristeza que nos aturde, al ver -en los obituarios de un periódico- la foto de un conocido amigo que hasta ese momento suponíamos vivo; saber ahora que la inseguridad es cierta, puesto que en la sala de tu casa está una urna con el rostro de algún familiar.

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La vaciedad de las palabras tiene que ver con la acción de fragmentarlas, extraerle su significado, despojarlas de su esencia, hacerlas una risible apariencia idiomática, repartirlas en un acto callejero o televisivo. Por cierto, donde más se ve la muerte del sentido representacional del discurso actual, es en la televisión. La pantalla deviene en cementerio lingüístico. Allí se dice de todo; para no decir nada. Después que callan los voceros, dizque representativos, al apagar el televisor, aparece la tiniebla. Lo negro es un signo alegórico del silencio abismal, de esa charlatanería aburrida que nos ofrecen como novedad. Para quitarle la vida a una palabra solo hay que pronunciarla donde no debería aparecer. Escribirla forzosamente en cualquier párrafo. Su uso equivocado le va tejiendo la ineludible mortaja. Muchas veces largamos frases y los demás perciben un quejido ininteligible. La prédica esbozada es tan solo un simulacro, un trazado especular, un punto lejano, huidizo. Nos llega un sonido, ciertamente, pero el significado ha quedado perdido en la trayectoria y en los surcos del camino. Entonces, nos quedan dos salidas, bueno, tal vez ninguna. O avanzamos con la insignificancia en las manos o nos quedamos esperando la semanticidad del eco. Esta falsa disyunción nos coloca a la intemperie. No tenemos nada y esperamos la nada.

Cuando las palabras quedan vacías, su peso es enorme. No es una carga física, ni una roca de dimensión piramidal, es una levedad que te va hundiendo. Una bendita fugacidad que te paraliza y te va poniendo la vida irresoluta, incomprensible. Allí es que el vacío del lenguaje adquiere un peso monumental. Comienzas a pronunciar miles de palabras que no logran detener la aplastante realidad. Con un ejemplo, trataré de explicarme. El término fascista se pronuncia en la mañana, al mediodía y en la noche. Tantas veces lo oyes por la calle, en la prensa, en la televisión que te atormenta, te satura. Su emisión ilimitada lo va despojando de su semántica profunda. Así que de tanto aparecer, se vuelve insustancial. Entonces, fascismo es una gorra, una boina, una reunión, un diálogo. Las cosas más triviales: una pancarta, una triste servilleta, una carpeta, un comunicado, una carpa; pueden llegar a ser elementos subversivos y fascistas. Una protesta es fascistoide. Una alocución termina en una cadena fascista. Un gobernante fascista gana una elección y otros fascistas se oponen a que ejerza su cargo. Se ha dado lo más insólito: dos fascistas se unen en matrimonio.

La vida es así, de repente nos encontramos en una fiesta eminentemente fascista y allí nos enamoramos de una bonita y joven fascista. El colmo: un día descubrimos que nuestros abuelos fueron fascistas. Efectivamente la cosa llega hasta los terrenos de la estupidez. Con esta paradoja, el peso de la vaciedad, quise decir, que cuando las palabras no significan nada, lo real, cual hiedra voraz, termina por amargarte la existencia, termina por hacerte sombra y vaciedad todo tu lenguaje.

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