Antología de nóveles escritores: Fernando Vanegas (Prosa)

Literatura, Publicación

Fernando Vanegas, (San Cristóbal – Táchira, 1993).  Estudiante de Español y Literatura en la Universidad de Los Andes, núcleo Táchira. Ganador del primer y segundo lugar del concurso estadal juvenil de cuentos (Táchira, 2010) con Tulipanes Rojos y Cuestión de Tarot y Persuasión, respectivamente. Es integrante y cofundador, junto a Jesús Montoya y Josué Calderón, del colectivo de poesía experimental Los Hijos del Lápiz, con quienes escribió «Once poemas en los cuadernos de noviembre» (2011), poemario ganador del primer lugar a nivel estadal del concurso Explosión Cultural Bicentenaria y merecedor del tercer lugar a nivel nacional del mismo, mención Literatura (Caracas,

Fernando Vanegas, (San Cristóbal – Táchira, 1993).  Estudiante de Español y Literatura en la Universidad de Los Andes, núcleo Táchira. Ganador del primer y segundo lugar del concurso estadal juvenil de cuentos (Táchira, 2010) con Tulipanes Rojos y Cuestión de Tarot y Persuasión, respectivamente. Es integrante y cofundador, junto a Jesús Montoya y Josué Calderón, del colectivo de poesía experimental Los Hijos del Lápiz, con quienes escribió «Once poemas en los cuadernos de noviembre» (2011), poemario ganador del primer lugar a nivel estadal del concurso Explosión Cultural Bicentenaria y merecedor del tercer lugar a nivel nacional del mismo, mención Literatura (Caracas, 2011). Fue invitado al Primer encuentro Literario de Jóvenes Creadores (Falcón, 2012), y al Festival de Poesía de Maracaibo (Zulia, 2012). Ganador del Concurso de escritores noveles de la editorial Simón Rodríguez en la mención de cuento con Cuadrilátero (Táchira, 2012). Obtuvo una mención de honor en el Concurso de cuento de los Circuitos culturales 2012 de la Dirección de Cultura del estado Táchira (Táchira, 2012). Relato de amor y pérdida en una noche merideña Bastan tres pasos en una dirección desconocida para perderse por completo, y yo de esa ciudad no sabía nada. Ni dónde quedaba el sur, ni hacia dónde estaba el norte. Apenas conocía el nombre de diosa antigua que tenía el bar al que debíamos ir esa noche:Cibeles. El grupo era grande, más de diez personas, pero yo no conocía a nadie más que a ella, y cuando digo ella me refiero, por supuesto, a la muchacha que me había llevado consigo en ese viaje. Ya todos se habían marchado desde hacía rato, yo no. Yo la esperaba. Estaba sentado en un pequeño patio que tenía el hotel, en una de las sillas que había dispersas alrededor de las cuatro o cinco mesas que completaban la decoración. En una pared había un letrerohecho a mano que prohibía fumar y en contradicción, sobre cada mesa, se veía un cenicero. ¿Qué se puede pensar de algo como eso? Cuando por fin salió de la habitación vi que no estaba sola, la acompañaba una muchacha alta, pálida, pelirroja. Se llamaba Natalia. De todo el grupo solo quedábamos Natalia, ella y yo. Incluso daba la impresión de que en el hotel solo estábamos los tres. Torpes, jóvenes, turistas. Fuimos a la recepción y encontramos a una mujer, le preguntamos dónde quedaba el bar. —Disculpe, ¿dónde queda el bar que se llama Cibeles? —Para abajo. —¿Para abajo? —Sí, salgan a la calle y caminen para abajo—dijo apuntando con un dedo hacia la puerta. Luego sonrió y no dijo nada más. Pensamos que el lugar debía tener un aviso grande y luminoso, lo suficientemente llamativo para que la recepcionista considerara que no necesitábamos más señas, así que nos aventuramos a no insistir. La ciudad estaba fría, helada más bien, y me agradecí a mí mismo por haber escogido usar la chaqueta negra que llevaba encima. Apenas habíamos caminado un par de cuadras, quizá solo una, cuando empezaron a caer las primeras gotas de lluvia que veíamos desde nuestra llegada. Gotas gruesas, grandes, pesadas. Nos refugiamos en la entrada de un restaurante. Yo fui el primero en hablar. Les pregunté si querían que nos regresáramos y Natalia me miró,me dijo que no, que era imposible regresarnos porque ella había ido a vivir la nochey no pensaba volver a su habitación antes del amanecer. Luego la miré a ella, a la muchacha que me había llevado consigo,y le pregunté si quería caminar bajo la lluvia. —Claro, vamos. Igual no está lloviendo tan duro—dijo. Empezamos a caminar otra vez, calle abajo. Con cada paso que dábamos la lluvia endurecía, las gotas se hacían más grandes, el agua se enfriaba y comenzaba a caer desde los techos. Volví a agradecerme por haber traído la chaqueta. ¿Cuánto había que caminar para llegar al bar con nombre de diosa? No tenía idea. Ni siquiera sabíamos en qué dirección quedaba Cibeles, pero a pesar de eso caminábamos con la determinación de quien conoce un camino que ha andado una y otra vez. Así que seguimos adelante, sin preguntarnos nada, sin dudar nada. No habían pasado más que unos minutos y ya la lluvia era torrencial. El agua escapaba a borbotones por las alcantarillas y había pequeños ríos inundando la calle. Entoncesla tomé de la manoy le dije que era mejor que corriéramos. —Es mejor que corramos. —¿Estás seguro? —me preguntó con su mirada quieta en la mía, como si yo tuviera escondida alguna certeza capaz de guiarnos en medio de esa ciudad. Y no, no estaba seguro, si corríamos la lluvia nos iba a seguir, pero pocas cosas puede hacer uno bajo la lluvia más que intentar huir, así que le dije que sí, que lo estaba, y empezamos a correr. Primero corrimos nosotros, calle abajo, con suerte en dirección a Cibeles. Luego Natalia nos alcanzó, se puso a nuestro lado sin decir nada. Corriendo nos terminamos de empapar. Ya no tenía sentido seguirlo haciendo y, aunque no había forma de mojarnos más, atravesamos las calles a toda velocidad vueltos sombras ajenas a ese lugar, jóvenes sombras bajo la lluvia. Las luces de los carros que pasaban se reflejaban en los charcos de agua de la acera y nos encandilaban los ojos. A veces no sabía si iba a pisar en el vacío y a dar vueltas por el piso. Me daba miedo imaginarme tropezando y cayendo, pero no podía hacer nada porque ella estaba a mi lado y parecía feliz, parecía segura con cada paso que daba y yo confiaba en esa felicidad, en esa seguridad tan grande que tenían sus ojos. Finalmente Natalia empezó a correr más rápido, nos pasó a la carrera y vimos su pelo rojo y mojadoagitarse frente a nosotros. Cómo puede correr así, es imposible, pensé. Pero no lo era, era lo más posible del mundo porque Natalia lo estaba haciendo ante mi mirada incrédula, y si ella podía hacerlo quizá yo también pudiera, así que lo intenté, apreté la mano de ella y apuré el paso, corrí cegado por la lluvia. Fue entonces que sentí el frío, un frío terrible en uno de mis pies. Luego el primer chispazo de dolor, una punzada: el castigo de haber pisado en falso. Bajé la mirada, el pie me reclamaba más cuidado, lo había metido en una zanja oculta por un charco hondo de lluvia estancada y sucia. —¿Estás bien? —me preguntó ella viéndome así. —Estoy bien, tranquila—le dije, pero el pie me estaba matando. Nos habíamos detenido. Natalia había seguido su caminoy podíamos ver cómo se alejaba. Vamos, sigamos, dije, Natalia se va a perder. Así que volvimos a correr, casi olvidando que el dolor seguía ahí con nosotros, conmigo. Al principio intenté mantener el paso, aunque el pie me dolía quise seguir la velocidad de ella. Fue imposible. Poco a poco me fui quedando atrás, rezagado, fui sintiendo cómosu mano le pedía a la mía que se apurara,cómome halaba queriendo ayudar, y yo no podía, no pude. Quise hacerlo y el dolor del pie no me dejaba. Luego me soltó la mano, siguió adelante tras su amiga que ya no se alcanzaba a ver en la distancia. Apúrate, creo que dijo. Nos vemos luego, creo que dijo. Adiós, creo que dijo. O quizá dijo Te espero, o ¿Dónde estás? O no dijo nada y solo escuché el repiqueteo constante de las gotas contra los techos. Respiré. Me limpié el agua de la cara para ver mejor hacia dónde iba y empecé a correr nuevamente. Corrí rápido, tan rápido que el pie dejó de dolerme o al menos eso quise creer, tan rápido que ya no escuchaba nada más que mis propios pasos y mi propia voz preguntándose a dónde habrían ido. Corrí, calle abajo otra vez, no sé si al norte o al sur. Quizá hacia donde habían ido ellas, quizá hacia ese bar que se llamaba Cibeles, seguro que allí debían estar, porque si no ¿dónde más, dónde más? ¿Dónde más estarían metidas? ¿En qué rincón de esa ciudad de la que tan poco sabía yo?
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